sábado, 16 de abril de 2016

Compartiendo diálogos conmigo mismo

Sólo el amor de Dios nos vive


Enraizados en el amor ascendemos a la vida.
Nos vestimos de sol y con la luna en los labios,
vamos injertándonos placidez unos a otros,
hasta regenerarnos como escolares del verso,
como corazones vivientes abrazados a la luz
conciliadora y reconciliadora con el silencio.

El sosiego en el que uno mismo se escucha,
se levanta por pura gracia de ser lo que es,
el verbo de Cristo, Cristo mismo en nosotros,
su esencia más lírica, su bondad más verdad.
Orientémonos a ser templo, brille toda virtud,
para no ofender a huésped tan grandioso.

No le entristezcamos, perdonémonos cada día,
pongámonos en disposición de armonizar,
de ser más de Jesús cada nuevo amanecer,
más espíritu en pureza que cuerpo en vicio,
más de nadie y más de todos, más de sí,
como mensajero del bien para apartar el mal.

Seamos el verso libre, la sangre viva del poema,
el testimonio coherente de la nívea palabra,
la evidencia de un vivo néctar, imperecedero,
en intacta búsqueda y en continuo camino,
pues si importante es interrogarse cada noche,
más significativo es percibirse con el Creador.

Sin hacedor nuestra propia existencia ni existe,
y al no existir el espíritu creativo, la criatura
ya no es la edénica poesía que nos trasciende,
sino la soledad más desalmada que nos persigue,
ser una cosa entre las muchas cosas, sin alma
que nos entienda, sin cielo que nos comprenda.

Por tanto, más que hacer; dejémonos querer,
que amando, uno aprende a donarse;
y donándose, también se aprende a convivir;
y conviviendo, además se aprende a caminar
y a sentir que: ¡quién con Dios vive, la vida halla!;
pues Dios es la fortaleza que nos salva del mundo.


Víctor Corcoba Herrero

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