Tenemos las más altas cotas de miseria
Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
A veces pienso que siempre hay que morir un poco para
despertar, para salir de nosotros mismos, de nuestros egoísmos, de nuestro
bienestar, y poder abrazar así la auténtica solidaridad con nuestros
semejantes. Este es el genuino horizonte a conquistar. Verdaderamente
desconsuela una existencia sin perspectiva. Frecuentemente, además, nos
perdemos con apegos materiales como si este paraíso fuese eterno, cuando lo
importante es vivir donándonos. Más de una vez andamos por la vida endiosados,
pensamos que somos poderosos, que lo sabemos todo, y cuando nos derrotan se nos
viene todo abajo. Bien es verdad que el egoísmo nos puede, que el orgullo nos
domina y la estupidez nos encandila. No hay cristales de más aumento que
nuestros propios ojos cuando nos miramos hacia dentro. Deberíamos corregir esto
pacientemente, y caminar más despojados, más con actitud de servicio.
En ocasiones, ciertamente, se necesita una buena dosis de
paciencia para soportar las desigualdades, las calumnias, las enfermedades, los
atropellos; pero al fin, creo que vale la pena no sentirse ofendido y mostrar
un espíritu conciliador. Sabemos que las regiones de América del Norte y
Asia-Pacífico han incrementado el mercado de ricos y, que esta última zona
recupera el primer lugar en población de alto patrimonio; sin embargo, tenemos
las más altas cotas de miseria material, puesto que cada día cohabitan con
nosotros más pobres, pero también hay una miseria moral que nos convierte en
cautivos del vicio y prisioneros de todo tipo de corrupciones, y hasta una
miseria más espiritual que nos golpea cuando nos alejamos unos de otros y, en
lugar de amor, fabricamos odio e intereses. Naturalmente, no se puede ser más
mísero, cuando el poder, el lujo y el dinero, se antepone a la exigencia humana
de una distribución equitativa, a la sobriedad y al compartir para que todos
nos sintamos bajo ese clima armónico que, absolutamente todos nos merecemos,
por el simple hecho de ser personas.
Debido a este incremento de miseria humana, todo se degrada,
hasta la misma tierra productiva. Según Naciones Unidas, alrededor de
quinientos millones de hectáreas podrían rescatarse de forma eficaz en lugar de
ser abandonadas. No olvidemos que esta degradación también contribuye a generar
una cuarta parte de los gases de efecto invernadero que están calentando el
planeta. No me extraña, pues, que un líder mundial como el Papa se afane a
través de una encíclica sobre la protección del medio ambiente, en pedir
responsabilidad ante un mundo en destrucción. Se ha dicho que la única tristeza
es no ser santos (L.Bloy); podríamos decir también que hay una señera miseria,
la de no vivir como hijos del amor y, por consiguiente, hermanos de corazón. El
día que la humanidad se sienta como una familia unida e indivisible, habremos progresado
en la auténtica riqueza, en la de sentirnos, ciudadanos del mundo. De lo
contrario, esta misma humanidad morirá por sí misma, entre la desesperanza y el
aburrimiento, entre el rencor y la venganza, entre el todo y la nada en
definitiva.
Desde luego, hay una manera de contribuir a nuestra propia
protección, y es la de no encogerse de hombros ante nada, ni ante nadie. Por
ello, quizás tengamos que avergonzarnos de nuestra pasividad, de nuestro dejar
hacer, obviando que todo lo que le ocurre a un ser humano, por lejano que nos
parezca, no debe resultarnos ajeno a nosotros. Es hora, por tanto, de
establecer un final para las contiendas y un principio para el amor.
Evidentemente, tenemos que dejar de sembrar dolores, poniendo en práctica la
instrucción de obtener lo mejor de cada cual. "¿Qué otro libro se puede
estudiar mejor que el de la humanidad?", como se interrogaba el pensador
indio Mahatma Gandhi. Con esta interpelación, cada uno consigo mismo, tal vez
deberíamos ser más compasivos, más habitantes en guardia, más humanidad en
común, reconociendo que los niños son los continuadores del linaje, y que
nosotros hemos de ejemplarizar nuestras acciones con vistas a su enseñanza. No
es fácil, lo decía el mismo fundador del Budismo: "Para enseñar a los demás,
primero has de hacer tú algo muy duro: has de enderezarte a ti mismo". En
consecuencia, para empezar a enderezarnos, sospechemos de aquella generosidad
que no cuesta y no duele.