El respeto natural por la vida
Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
En ocasiones la vida
no es un jardín; y, no lo es, en la medida en que el cuerpo y el espíritu vivan
en hostilidad permanente, con enemistad manifiesta, en discrepancia con lo
armónico; lo que nos impide crecer y respetarnos como ciudadanos. Hoy, la
especie humana, tiene más necesidad de cariño que de pan. La consideración
hacia uno mismo, como la bondad hacia los demás, es tan vital como el aire que
respiramos, es fundamento de nuestra existencia, razón de vida, la primera
condición para saber vivir. Desde luego, el que no valora la vida, pienso que
tampoco se la merece. Suena fuerte, pero así es. A propósito, podemos hablar de
un gran olvido en nuestro mundo contemporáneo, que no es otro que la gratitud
por la existencia. Si el amor necesita de la vida, también la vida necesita del
amor. Vida y amor no se pueden separar. Sin amor, todo se vuelve frío,
impersonal, mundano y mediocre. Sin vida nada puede cohabitar en este tiempo de
escucha y respuesta. A mi juicio, esta conciencia cultural encuentra su
fundamento, no únicamente en el camino recorrido, también en nuestra capacidad
de transcender como un ser para convivir, de manera respetuosa con los derechos
y consciente de los propios deberes.
Ciertamente, la primera regla es que si uno no se ama
asimismo difícilmente va a poder frenar los vicios. Por colocar un arquetipo
presente, sabemos que la velocidad mata, sin embargo conducimos alocadamente.
Nos falta querernos. Al respecto, nos alegra que Naciones Unidas, en
colaboración con distintos países e instituciones, estén llevando a cabo
diversas iniciativas, como los preparativos para la segunda conferencia mundial
de alto nivel sobre seguridad vial, a celebrar este mes de noviembre en Brasil.
No olvidemos que una sociedad se transforma a través del potencial de los
jóvenes, y que, por desgracia, los accidentes de tráfico son la principal causa
de muerte de las personas de edades comprendidas entre los quince y los
veintinueve años. Es un triste recordatorio, que también Naciones Unidas, a
través del día mundial del recuerdo a las víctimas (dieciséis de noviembre),
nos insta a todos, no sólo a la compasión, también a la prevención.
Prevenir no es fácil, máxime cuando algunos de los que
mandan pierden el respeto natural por la vida, volviéndose tercos y deshonestos
hasta consigo mismo. No podemos pecar de ignorancia, y mucho menos de
incoherentes. Lo dice un proverbio americano: "si quieres miel no des
puntapiés sobre la colmena". A veces me da la sensación, a juzgar por la
realidad de los hechos, que somos una generación sin alma. Ahí está el actual
sistema económico, que aparte de ser injusto en su raíz, es algo mortífero con
los más débiles, porque predomina la ley del más fuerte en una selva como jamás.
A mi manera de ver, nunca, como en esta época, hubo tanta indiferencia por el
prójimo, a pesar de llenársenos la boca de solidaridad. Ya está bien de
entregar lo que nos sobra, las migajas que no necesitamos, para calmar nuestra
conciencia, pensando que la vida es una leyenda salvaje de palabrerías, que
nada dicen y nada cuestan. Fruto de esta inhumanidad, tenemos multitud de
personas que no saben reír. No han hecho otra cosa más que llorar ante el
desprecio de su propio linaje. Viven entre lágrimas. Nadie les quiere. Nadie
les cuida. Nadie les protege. Mueren cada día con la cruz de la exclusión. ¿Por
qué ninguno se pone en la situación del otro, en meterse en el problema?. Esta
sería la verdadera compasión, aquel que se conmueve, que se compromete con la vida
de la gente, que en realidad es lo que da sentido a nuestra propia existencia.
Si en realidad respetásemos nuestras naturales raíces,
veríamos que la variedad y la diversidad en un mundo globalizado como el
actual, es lo que nos imprime alas a nuestro especifico caminar. Cada cual
tenemos nuestro distintivo paso, nuestro exclusivo timbre, la cuestión es
armonizarnos con el inconfundible universo, y hacer del instante preciso, un
oasis precioso de luz para todos. Tenemos que estallar de risa y saber llorar,
pero todos, al unísono como una gran orquesta. Nada es por sí mismo, por sí
solo, hay que despertar el corazón, porque cada latido tiene dentro de sí una
chispa de vida, y este es el primer deber, el de compartir. ¿Cuántas veces
miramos hacia otro lado porque no queremos ver lo que vemos?. La cultura de lo
indiferente se ha apoderado de nuestro espíritu fraterno, y el egoísmo, junto a
un desenfrenado deseo de placer, sostiene a la sociedad en una incomprensible
contradicción con lo innato. Relegamos que vivimos por los demás y que nuestra
fuerza por vivir, radica en la generosidad. Realmente, existimos porque creemos
en algo o en alguien. Por eso, tenemos que tener esa estima que nos interioriza
y relaciona unos con otros, con la humidad como abecedario y el diálogo como
consigna.
No tiene sentido, pues, que ninguno de nuestros niños y
niñas sean considerados apátridas, todos tenemos derecho a pertenecer a algún
lugar. Hoy muchos de ellos, se consideran como "perros callejeros" o
"seres invisibles", y no entienden que se les considere extranjeros
en el país en el que han vivido toda su vida. ¿Cómo no respetar estas
existencias humanas, condenándoles en la mayoría de las veces a permanecer
pobres y marginados durante generaciones por esa falta de nacionalidad?. Muchas
veces nos falta interrogarnos, recapacitar, y ver que la vida no es
traicionera, somos nosotros los que ingeniamos la siembra del horror, de la
tristeza, de la soledad. Si pensáramos que al fin todos somos semejante en la
muerte, quizás despertaríamos a otras satisfacciones más edénicas, al estilo
del pensador español Miguel de Unamuno, cuando vociferó su propósito de vida:
"Quiero vivir y morir en el ejército de los humildes, uniendo mis
oraciones a las suyas, con la santa libertad del obediente".
Evidentemente, todo se reduce a lo mismo, a llegar al fin de la jornada con la
satisfacción de lo sembrado.
Naturalmente, la insatisfacción del alma nos deja sin verbo
y hasta sin suspiros por nadie, ni por nada. No podemos seguir siendo irrespetuosos
con la vida, con todo ser vivo, y dejar de lado nuestro deber de aportar amor
halla donde la desesperación ha tomado posiciones ventajosas. Hemos sido
creados para lo armónico y para resolver de manera sosegada nuestras oportunas
controversias. Los guerreros que se promocionan como las cucarachas, los
caudillos que se activan como endiosados del poder, los negociantes de armas y
quienes los avalan con su patrocinio, son los primeros en hacer gala de una
cruel falta de respeto por la vida. Es hora de repensar la manera de vivir y
dejar vivir, de ser para la vida el latido de la esperanza. Hay muchos ejemplos
de defensores de la existencia que han logrado acallar las voces del batallón
de la muerte, o lo que es lo mismo, las voces del rencor. Pongamos desenlace a
la estupidez de matar, y, en todo caso, como consuelo, no pasemos de hablar de
matar el tiempo como si no fuera él, el que nos mata a cada uno. Dicho lo cual,
no malgastemos tampoco la vida que nos resta en contiendas inútiles, que el hoy
es nuestro y el mañana no sabemos de quién será. Acordemos poner la concordia,
seguidamente, en nuestro diario caminar, poniendo fin al odio. Que la vida no
se ha hecho para discutirla, sino para amarla.