Víctimas de una pobreza moral sin precedentes
Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
Me pesa este mundo que se mueve a la deriva, que descarta
vidas humanas, sobre todo cuando no son productivas, que no ha aprendido a
respetar y, aún peor, a reconciliarse con sus análogos. ¡Qué pena!. El desplome
humanitario no acierta a regenerarse. Nos mueven demasiados intereses. Es la
consecuencia de nuestra deshumanización, de nuestro endiosamiento egoísta, de nuestra manera de vivir para sí, de
nuestro modo de actuar. Parece que hemos perdido el alma. Cada día son más los
niños que viven en situación de emergencia. No vemos más allá de las
tecnologías. Las hemos convertido en el centro de nuestra atención. Somos de
una pobreza moral sin precedentes en la historia de nuestra civilización.
Prolifera la pasión por las injustas finanzas, por el poder arcaico del dios
dinero, convertido en corriente regresiva, puesto que ignora cualquier valor
humano. ¡Ojalá nos humanicemos!.
Hemos perdido, ya no solo la pasión por crecer donándonos,
auxiliándonos, también la compasión por aquellos que sufren el abandono, el
desempleo, la soledad, el desplazamiento forzado o la separación de su familia. Ya nadie llora por nadie, ni se
compadece de nadie. Hemos cosechado un corazón de piedra. Nos lo acaba de
recordar el presidente de Ecuador, Rafael Correa, al asumir la presidencia del
Grupo de los 77, un colectivo de países en vías de desarrollo con el objetivo
de ayudarse, sustentarse y apoyarse mutuamente en las deliberaciones de la ONU,
vociferando una de las grandes verdades: "Que la insultante opulencia de
unos pocos, al lado de la más intolerable pobreza, son también balas cotidianas
en contra de la dignidad humana”. Sin embargo, parece como que nos han
injertado una buena ración de indiferencia, apenas nos movemos por nadie que no
sea de los nuestros. Quedamos tan pasivos que nada parece afectarnos. ¡Ojalá
despertemos!.
De igual forma, me
cargan estos irreflexivos días, sin esperanza alguna, viendo cómo pasa el
tiempo, y todo continua igual de desequilibrado. Pienso que nos han metido en
vena un individualismo que todo lo ansía para sí, que no quiere compartir absolutamente nada y mucho menos cooperar
para corregir estos inhumanos absurdos, que debieran hacernos recapacitar y
tomar otros horizontes más virtuosos, de mayor prudencia y humildad, más
coherentes con nuestra propia identidad humana. Quizás deberíamos reinventarnos
una nueva escolarización en centros de moral, donde se enseñase el amor
desinteresado y el respeto a la verdad. ¡Ojalá seamos menos autocomplacientes!.
No sólo nos hemos cargado el vínculo de unión y unidad entre
familias, también los estados de derecho han reculado hacia naciones
insolidarias, que continúan sin escuchar la voz de los sin voz. Lejos queda ese
ansiado estado social democrático, preocupado y ocupado en que los derechos y
las obligaciones no queden vacíos de contenido. Falta siempre el diálogo, que
es lo que debe imperar en todo momento y en todos los gobiernos, cuando menos
para poder consensuar posturas. Ahí está el caso de Venezuela, que han de
reanudar conversaciones por muy alejados que se hallen todos, pues cualquier
salida negociada siempre será mejor que lo impuesto. Tampoco podemos quedarnos
en las buenas intenciones de promover sociedades pacíficas e inclusivas. Eso
está muy bien, pero hay que actuar. Hemos de propiciar que la moral deje de ser
un mero predicamento y pase a ser una realidad en todos nuestros rincones
existenciales, facilitando el acceso a una justicia independiente para todos,
con la exigencia de responsabilidades para los líderes políticos, financieros o
religiosos. ¡Ojalá nos enmendemos!
Desde luego, hemos de tomar otras costumbres más
condescendientes con nuestro propio linaje, máxime cuando andamos empobrecidos
hasta de sentimientos. Hay una frialdad en el ambiente que nos deja a veces sin
palabras. Debemos intentar corregirnos, recargarnos de amor, alistarnos junto a
otros hábitos más acordes con nuestra conciencia. Por desdicha, vivimos un
momento de superficialidad mundana, donde todo se simula, hasta el punto que
cada día más ciudadanos son aspirantes a ser savias disipadas. La solución no
es encerrarse, ni encerrarlas, sino dignificarnos, abrirnos a la participación,
armonizando intereses hacia el bien colectivo. Al fin todos hemos de sentirnos
coparticipes, coautores de un mismo proyecto, que ha de aminorar las tremendas
desigualdades. Por ello, el sentido moral es de gran importancia, cuando
desaparece todo se derrumba; nada se sostiene, nada se sustenta. De ahí, la
necesidad de repensar el factor ético en todas las culturas. Lo decía Albert Camus:
"un hombre sin ética es una bestia salvaje soltada por el mundo".
Convendría, por consiguiente, perseverar mucho más en la verdad, en la función
estética de la razón, para huir de sectarismos y ser más abiertos a otros
cultivos. ¡Ojalá pensemos más en comunidad!.
Ciertamente, la verdadera tolerancia lo considera todo, no
rechaza nada, es más pide respeto y consideración hacia todo ser humano. La
modélica recomendación de Aristóteles puede ayudarnos a recapacitar, teniendo
en cuenta que "nos volvemos justos realizando actos de justicia;
templados, realizando actos de templanza; valientes, realizando actos de
valentía". Sabia providencia que nos refuerza a huir de cualquier rigidez
o intransigencia, puesto que en el fondo la condescendencia y no la severidad,
es la que nos hace más caritativos. Son el buen hacer de los hábitos, los que
realmente nos acrecientan a un espíritu más libre, más cercano, sembrando así
la semilla de un porvenir más humanitario. No olvidemos que la moral es la
ciencia del buen vivir y mejor hacer, "el arte de vivir bien y de ser
dichoso" -en palabras de Blaise Pascal-, es lo que nos hace sentirnos
grandes siendo pequeños, lo que facilita nuestras propias relaciones de
convivencia, que siempre van a estar en relación directa a la evidencia de su
fuerza honesta. ¡Ojalá nos despojemos de tanta hipocresía!.
Con el paso del tiempo, he descubierto lo importante que son
nuestras raíces morales en el acontecer diario de nuestra vida, que no estén
podridas, para que emerja la autenticidad frente a tanta falsedad que nos
convierte en seres viciados, sin escrúpulos, corrompidos a más no poder.
Cuántas personas se encuentran en un callejón sin salida, sumidas y esclavas,
dependientes del alcohol, las drogas, el juego o la pornografía. Se han
suicidado hasta su propio espíritu, su propio valor, llevan consigo tanta
miseria que han perdido hasta el sentido de vida, la pujanza de vivir y de
asombrarse con la vida. En cualquier caso, hemos de entender que nadie se basta
asimismo, de hacerlo nos encaminamos por un camino de perdición, verdaderamente
frustrante que, antes o después, acaba destruyéndonos. ¡Ojalá tomemos el pulso
de la moral!.
Como latido resplandeciente, está visto que la moral ha de
volver a nuestros pasos, a nuestras costumbres de desapego o de conciencia
social, puesto que todo está predispuesto para ese orden, para esa estética que
nos sublima. A mi juicio, por tanto, la humanidad tiene que avivar un cambio
radical en su comportamiento. No puede progresar aquello que es indecente,
porque al fin se vuelve contra todos nosotros. Desde luego, tenemos que poner
más empeño en salvaguardar las condiciones decorosas de todo ser humano.
Degradar a las personas es una manera ruin de actuación que nos lleva al caos,
pues nadie puede manipular a su antojo existencia alguna. El actual ritmo de
avaricia, de derroche, sin control alguno, lo que hace son estilos de vida
imposibles. La catástrofe puede llegar en cualquier momento. Esta es la
cuestión, en forma de III Contienda Mundial, porque somos muchos los que
sobramos. Hace falta con urgencia, apremiante pues, volver a sentir que nos
necesitamos, que todos los humanos somos imprescindibles y únicos, que vale la
pena ser buenos y bondadosos. ¡Ojalá llegue esa fraternidad universal a nuestra
tierra!.