Privilegios para unos, olvidos para otros
El acontecer de los días está crecido de hechos que nos
desbordan, de sombras e incertidumbres que nos dejan sin aliento, donde nadie
respeta a nadie y los asuntos humanitarios apenas nos ponen en movimiento. Por
desgracia, hemos convertido este mundo en un espacio de luchas. Sólo hay que
ver la cara de tristeza y sufrimiento de algunas gentes que transitan por
doquier lugar, con miedo y totalmente desconsolados. Ya no sólo carecemos de
diálogo y autenticidad, también nos falta reconocer que somos seres frágiles en
una gran diversidad de poblaciones; muy desfavorecidas algunas, mientras otras
privilegiadas lo derrochan todo, sin importarle nada los que menos tienen.
De ahí, la importancia de la acción a la hora de proteger
derechos humanos, de mantener culturas y formas de vida. Precisamente, el 13 de
septiembre de 2007, la Asamblea General aprobó la Declaración de las Naciones
Unidas sobre los derechos de los pueblos indígenas. Indudablemente, se trata de
un hito importante y un punto de referencia en cuanto a la cooperación y la
solidaridad entre los pueblos indígenas y los Estados Miembros que ha sentado
los cimientos de una nueva alianza para la acción en las Naciones Unidas y en
todo el mundo. Sin embargo, a pesar de este instrumento internacional, hemos de
reconocer que los supervivientes de los citados pueblos, al momento actual,
continúan haciendo frente a la exclusión, la marginación y a mil dificultades
para poder disfrutar de sus derechos básicos, tal y como reconoce Naciones
Unidas, en un informe reciente.
Es notorio, que hoy más que nunca debemos tender puentes; y
en este sentido, el mundo del trabajo tiene la misión de que nos podamos
realizar como especie pensante. Confiamos en esta apuesta, máxime en una época
que incesantemente se hacen llamamientos a una globalización más equitativa, a
un desarrollo equilibrado y sostenible, y a un crecimiento económico que
impulse el progreso social. Ciertamente, la cantinela ya nos lo sabemos de
memoria, pero la situación es bien distinta. En efecto, no solemos pasar de las
meras buenas intenciones, de las iniciativas que jamás nos llevan a puerto
alguno. Lo que si en verdad prolifera son las ganancias ilegales generadas
gracias a la explotación de personas como jamás. Es una lástima que, los
gobiernos del mundo, ante este angustioso contexto, tampoco fortalezcan las
leyes, las políticas y su aplicación. Como también es una insensibilidad que
los empleadores continúen sin escrúpulo alguno acrecentando sus dividendos.
Recordemos que, en muchos países, los trabajadores migrantes con frecuencia no
tienen ni acceso a la justicia.
Ojalá, se llevasen a efecto, en todo el orbe, los programas
de referencia de la Organización Internacional del Trabajo (OIT): el programa
sobre los pisos de protección social para todos, que actúa para extender la
protección social, y la dignidad que proporciona, a las 5.000 millones de
personas que tienen una cobertura parcial o no tienen ninguna. El IPEC+, cuyo
objetivo es proporcionar asesoramiento sobre políticas públicas a países que
luchan contra el trabajo infantil y el trabajo forzoso. La acción global para
la prevención en el marco de la salud y la seguridad en el trabajo, a fin de
mejorar la robustez y la seguridad de los trabajadores en las pequeñas y
medianas empresas a través de la promoción de una cultura de prevención. El
Programa Empleo para la Paz y la Resiliencia, centrado en la creación de
ocupaciones, en particular para los jóvenes, en los países afectados por
conflictos o expuestos a catástrofes. Y el Better Work, dirigido a mejorar las
condiciones de trabajo y la competitividad de las empresas en la industria
mundial del vestido y el calzado. El programa ofrece incentivos a las empresas
para que mejoren su conformidad con las normas del trabajo y ayuda a los
mandantes nacionales a desempeñar un papel más activo en la gobernanza de los
mercados laborales.
Lo fundamental es que nos dignifiquemos, algo que aún no
está previsto en muchos líderes y Jefes de Estado y de gobierno, para dolor de
los moradores de este planeta. ¿Qué dignidad nos cohabita cuando se nos impide
expresarnos libremente? Urge, especialmente en nuestro tiempo, activar la
proclama de los principios morales, de los referentes al orden social, así como
dar respuesta a esta atmósfera de bochornos
que padecemos. Para empezar, debemos ser los suficientemente valientes
como para desafiar las enormes contrariedades que existen en nuestro entorno.
Acto seguido, también hemos de ser lo convenientemente honestos para reordenar
nuestras prioridades. Si, en conciencia, queremos hacer de nuestra vida, un
encuentro de capacidades, veremos que todas las ideas son necesarias, de modo
que hemos de ser considerados hacia toda cultura. Ya está bien de que nos
ocupemos y preocupemos nada más que por nosotros y los nuestros, de que nos
hayamos activado la pasividad en vez del entusiasmo por mejorar la existencia
de todo corazón vivo. Al fin y al cabo,
todo este caos es fruto del nulo sometimiento a normas morales, y de que las
obligaciones innatas o jurídicas apenas las llevemos a cabo. En cualquier caso,
hemos de reconocer que nos sobra toda esa ferocidad salvaje vertida en acciones
crueles y nos falta coraje para desarmarnos de una vez y para toda la
eternidad. A pesar de ello, utilicemos únicamente medios pacíficos para hacernos
escuchar. Ahora bien, que nadie se calle ante el sufrimiento de su análogo,
provenga de donde provenga y habite en el lugar que habite.
En cuanto que alguien entienda que obedecer leyes injustas
es contrario a la dignidad humana, habremos dado un paso de gigante, pues
ninguna opresión se expandiría. Subsiguientemente, hace falta salir a
rescatarnos como especie, vigilar más y mejor nuestras actividades, cooperar y
colaborar de manera solidaria para que
nadie tenga que vivir arrodillado permanentemente, regresar a las raíces de la
familia, lamentablemente muy disgregada y agredida; y, sobre todo, impulsar una
revolución cultural para tomarse en serio la educación, con lo que ello
despierta de futuro y vida. Está visto que una sociedad instruida es más
dialogante, y esto sí que es un lenguaje poderoso para poder cambiar el mundo.
Sin duda, la formación en valores es la manera más poderosa de crecerse como
humanidad, de dignificarse racionalmente.
Algo que falla en buena parte del planeta en la actualidad, quizás más,
en ese mundo olvidado.
Sea como fuere, en demasiadas ocasiones olvidamos que la
verdadera riqueza de un linaje radica en su capacidad de unión y unidad, en la
dignidad de su raciocinio y libertad, en la calidad de su tarea educacional, en
su capacidad de iniciativa creativa, en su virtud de laboriosidad y en su
empeño de hermanarse. Todo esto es lo que nos falta hoy en día. Tenemos notorio
déficit en todo, y lo que es peor, nos creemos los más inteligentes. Deberíamos
bajar del pedestal de la autosuficiencia y ser más humildes, cuando menos para
abrazarnos a otros horizontes de mayor amplitud, donde nadie quede desatendido
y sin fuerzas para proseguir. Realmente, resulta indigno que no se acaben las
guerras, las tiranías y demás abecedarios destructores de la razón humana.
Además, ¿qué dignidad puede tener una persona que, aparte de no tener lo
necesario para vivir, también se le discrimina y se le desampara? El poder le
ha cerrado todas las puertas y se halla acorralada para siempre, con la
etiqueta de marginado, o lo que es lo mismo, como carne de desecho. ¿Habrá
inmoralidad mayor que esta? No lo sé, lo que si advierto que una humanidad
actuando así, sin compasión alguna, se tritura asimismo.
Si en verdad promoviéramos la dignidad de la persona, no
sucedería lo que le sucede a una abundante franja de población, supeditada a
los privilegiados y a sus intereses económicos. Pienso, por consiguiente, que
ha llegado el instante preciso de abandonar todas estas inhumanidades y de
replegarnos hacia horizontes más armónicos, pues es en la paz y en la
concordia, como podemos avanzar en la cimentación de un mundo mejor,
reconciliándonos primero y, luego, revalorizando lo que sinceramente nos
humaniza, que es la mano tendida y prestando más oído al corazón que habla.
Víctor Corcoba Herrero/ Escritor