Hay que aprender a amarse
Nuestro mundo anda crecido de desórdenes y fuerzas
divisorias, pues la falta de respeto y la violación de los derechos humanos, lo
han convertido en un diario de muerte contra todos los moradores. Nadie está seguro en ningún sitio. Ante esta
situación, pienso que es un deber de todos activar en la sociedad una
conciencia de consideración hacia todos ser vivo, y también hacia nuestro
entorno, aparte de que cada cultura debería incentivar modos y modelos
responsables de coexistencias. Subsiguientemente, creo que es fundamental
interactuar de otra forma, con un lenguaje más auténtico y cercano, ya que todo
ser humano está llamado a entenderse y a ser comprendido por su análogo. Por
tanto, para abordar estos problemas, a mi manera de ver, se hace imprescindible
atajar las causas que los provocan, fomentando y defendiendo la generosidad,
junto a los lazos de amistad, siempre vinculantes a un ambiente más unido y hermanado.
Se trata de tender puentes, o si quieren la mano, a tantos excluidos del
sistema. Urge sacarlos de su tristeza, abrazarlos, y hacerles sentir que otro
mundo más justo es posible, en la medida en que rompamos su círculo de
soledades y bochornos.
Desde luego, lo prioritario es que la gente en lugar de
ejercitarse en el odio, aprenda a amarse. Una especie que en verdad se estima,
transforma el mundo y derriba todas las barreras que nos separan. Esta es la
cuestión a considerar ante tantas tragedias y necesidades que golpean a
nuestros semejantes. El discurso de la venganza nos deja sin nervio y también
sin verbo que nos aliente. A propósito, el Secretario General de la ONU,
António Guterres, acaba de ser contundente: “La voz, la autoridad y el ejemplo
de los líderes religiosos son vitales
para prevenir la incitación a la violencia”. Ciertamente, en un momento
en el que las religiones se han tergiversado y manipulado para justificar la
marea de hechos violentos, conviene reconsiderar que la mística auténtica es
manantial armónico y no fuente de absurdas batallas. Por otra parte, el
espíritu humano no puede perder de vista el sentido hondo de las experiencias
de vida y, en este sentido, necesita recuperar la esperanza en el amor más
efectivo.
Cada uno de nosotros tiene su propia identidad poética, a la
que es fiel, y con la que debe avanzar autónomamente, experimentando con su
personal actuación, la de ponerse al servicio de los demás para sentirse cuando
menos más libre, algo tan sublime como la distintiva humanidad. No podemos
seguir con esta frialdad de relaciones humanas. A mi juicio, es primordial que
la sociedad trabaje conjuntamente en todos los ámbitos para crear vínculos de
unidad y unión, que rompan los muros que nos aíslan y marginan. Estamos predestinados
a dejarnos amar y a ser amados, por lógica conciencia humana, sabiendo que sólo
así se puede favorecer una mejor convivencia y lograr, de esta manera, superar
el aluvión de dificultades que soportamos a diario. Los pueblos alzados en
contiendas jamás alcanzarán prosperidad alguna. La gente tiene que cultivarse
en el sosiego para poder orientar sus decisiones en favor de una actuación más
colectiva, de protección de nuestro hábitat, para construir y reconstruir una
civilización cada vez más solidaria y compasiva.
El día que la humanidad, en su conjunto, haya aprendido a
amarse, no a armarse, habremos alcanzado
el mayor signo de vida, pues nadie morirá nunca, todos seremos recordados por
nuestra capacidad comprensiva y por nuestra actitud de donación. La receta de un
doctor de la Iglesia, considerado el Santo de la Amabilidad, como San Francisco
de Sales, seguro que nos pone en el buen
camino. Este era su clarividente mensaje: “Se aprende a hablar, hablando. A
estudiar, estudiando. A trabajar, trabajando. De igual forma se aprende a amar,
amando”. Indudablemente, si la vida nos hace pensar en la vida, es el amor
también el que nos da amor, y no las condiciones económicas favorables. Cuando
uno experimenta un gran afecto en su caminar, todo adquiere otro sentido más del
espíritu que del cuerpo, y así, cuando se sufre con el otro, por los otros, se
da verdaderamente un sentido de pertenecía que no es un fundirse, pero tampoco
un hundirse, sino un partir y un compartir, hasta que se convierta en un estilo
existencial, donde el vínculo de la amistad lo es todo, inclusive más que el
talento, puesto que es un sentimiento noble y valioso en la vida de los seres
humanos de todo el planeta.
Amarse, efectivamente, es impulsar un cultivo diferente al
actual, y en el que ha de jugar un papel transcendental la educación, para que
el respeto germine con más fuerza si cabe, pues nunca el cambio fue más
requerido en un mundo tan desigual y de tantas incoherencias, renombradas como
crisis democráticas. Pongamos, sobre la
mesa, el reiterado compromiso del mundo por crear un mejor futuro para todos,
para las personas y el planeta, pero no pasamos del intento a la acción,
precisamente, por esa falta de autenticidad, de coraje en el cambio del sistema
financiero global, más empeñado en otros intereses más mercantilistas que
humanos, y aunque nos consta que los países del G20 han movilizado miles de
millones de dólares en el último año hacia el desarrollo sostenible, la
realidad nos apunta que la economía y la ecología, hoy por hoy, son mundos
contrapuestos. Falla esa generosidad, propia del auténtico amor entre las
gentes, para unir responsabilidades y no intereses monetarios, que todo lo
vician y corrompen.
Ojalá podamos sentirnos ciudadanos del mundo, con lo que
esto supone de ética moral y de convivencia armónica, a través de la naturaleza
de la que formamos parte y por la que somos el todo. Esa universalidad que nos
merecemos hay que ponerla en práctica. Hoy muchas comunidades aún se hallan por
debajo de la mayoría de los indicadores sociales y económicos de los Objetivos
de Desarrollo Sostenible. ¿Hasta cuándo? Está visto que nos falta amor y nos
sobra adulación. Lo escribió, en verso, el mismo Pablo Neruda: “es tan corto el
amor y tan largo el olvido”. Por omisión, cuántas cosas necesarias dejan de
hacerse, que no es menos reprochable que la comisión del mal.
En todo caso, la apuesta del amor en un mundo tan
desencantado, con tantos desengaños en los vínculos del compromiso, con tantas
acepciones comerciales cínicas, donde nadie se ocupa ni preocupa por el otro,
debe hacernos repensar sobre el alcance del término. El amor no entiende de
medias tintas y menos de tintes que no son transparentes. Mi prójimo es cualquier ciudadano que me
requiera y yo pueda auxiliarle. Cuando esto se produce, ahí nace el amor en su
pureza, el auténtico amor, que es gratuito y servicial siempre. Sin embargo,
nos hemos acostumbrado a que los pudientes de este mundo suelan acoger una
posición de superioridad, en lugar de donación, que es lo que verdaderamente
nos hace humanitarios. Algo fundamental para cualquier proceso en construcción
que ponga, en primer lugar, el desarrollo orientado hacia la satisfacción de
las necesidades humanas globales y la conservación de la naturaleza. De ahí la
necesidad de transitar por caminos abiertos, con un corazón que ve y siente; y
que, por ende, actúa en consecuencia. Al fin y al cabo, el amor todo lo vence y
convence. Tanto es así, que nuestra alma no tiene edad para aprender a amar, el
aprendizaje es un perseverante deber, lo que nos exige ser compasivo, puesto
que el amor compadece, –como decía Unamuno-, “y compadece más cuanto más ama”.
Además; es buena señal de que así sea, al menos para conciliar cuánto más
reconciliaciones mejor.
Víctor Corcoba Herrero/ Escritor