¡No más nudos entre nosotros!
“El mundo será lo que
nosotros queramos que sea”.
Vivimos tiempos propicios para la reflexión calmada, ya que
desde la aurora de la Pascua una nueva primavera de luz nos anima, y en verdad
que necesitamos, (creyentes y no creyentes), de este sosiego meditativo, al
menos para desenredar los diversos nudos que nos hacemos unos a otros durante
el camino existencial. El acontecimiento está ahí, no es un sueño, ni una
visión utópica, renace en nosotros cada año como algo único e irrepetible,
continúa siendo la gran noticia para toda la humanidad: Jesús de Nazaret, hijo
de María, que en el crepúsculo del viernes fue bajado de la cruz y sepultado,
ha salido vencedor de la tumba. En efecto, el anuncio de la resurrección no es
un invento, sino una realidad histórica que nos acrecienta de luz y esperanza.
Ojalá, pues, los moradores del planeta en su conjunto se reconcilien entre sí,
y ayuden a consolidar un futuro de seguridad común, a través de una pacífica
convivencia, sin otras armas que las de la justicia y la verdad, la clemencia y
el entendimiento, el compromiso y el deseo del bien.
Desanudémonos y confluyamos
en un lenguaje en el que nos veamos de modo transparente, con los ojos
de la autenticidad y la mirada redentora de quien es poesía sobre todo lo
demás, y que espera junto a nuestra palabra, también nuestra acción. El mundo
será lo que nosotros queramos que sea. No lo olvidemos. Ya está bien de
torturarnos mutuamente, de maltratarnos como salvajes, de violentar nuestros propios
derechos humanos. Por si fueran pocas estas hazañas de odio y venganza, también
somos una sociedad contaminante, destructiva a más no poder, a la que le falta
voluntad y coraje, para hacer de sus buenos propósitos otros caminos más
armónicos, de modo que lleguemos a ser realmente consanguíneos de Jesús de
Nazaret, colmados de su paz y, así, de igual modo hermanados en esa diversidad
que nos enriquece y esperanza por las vías del mundo como linaje.
De una vez por todas, por tanto, no más nudos entre
nosotros. Pensemos que Cristo murió en la cruz por amor. Y bajo estos níveos
sentimientos, la misma noche oscura, comienza a esclarecer y a renovarse. Es
tiempo de rescate, de encuentros con la vida y con nuestros equivalentes, de
despojarnos de nuestras miserias y tomar otras inquietudes más trascendentes.
Docto símbolo de esta verdad es la saeta entonada desde el manantial poético
del alma, siempre dispuesta a destruir el mal y a calmar los corazones
afligidos, para acabar floreciendo con otros andares más del corazón que del
cuerpo. La mano del Redentor nos sustenta, y así podemos versar el canto de los
redimidos, el tierno y el eterno ¡aleluya! del amor pleno. En consecuencia, hay
que volver al verso más profundo para sentirse un melódico universo en el pulso
materno de la auténtica vida, donde las ayudas humanitarias no escasean, porque
el amor verdadero lo auxilia todo y lo compadece por siempre.
Víctor Corcoba Herrero/ Escritor