El ser humano tiene que despertar y hacer posible un mundo
libre y responsable. No puede fermentar esa tensión de aborrecimiento y
venganza por mucho tiempo. Lo prioritario, a mi juicio, radica en la entrega de
armas y en volcarse hacia otros horizontes, con otros abecedarios más del
corazón que del cuerpo. Necesitamos oírnos todos, escucharnos más y sentir los
efectos armónicos de la naturaleza. Precisamente, mi apuesta vertida en este
artículo, pasa por el deseo de una sociedad hermanada, respetuosa consigo mismo
y el entorno, para que todos podamos confraternizarnos amigablemente. Por
tanto, este diálogo, más de comunicación espiritual que mundano, supone en cada
ser humano, un estado de ánimo más níveo que mercantil, puesto que en lugar de
buscar el provecho de unos pocos, ansía disponer de una comunión de fuerzas,
sentimientos y convicciones.
Despojémonos, entonces, de esa plática interesada, más
política que poética, pues de lo contrario no sería hiriente ni ofensiva. Ahí
está la falta de sinceridad y compromiso, de algunos moradores, muchos de ellos
líderes de gobiernos, que sabiendo que las tragedias humanas y medioambientales
resultantes de los ensayos nucleares justifican la necesidad de celebrar el Día
Internacional contra los Ensayos Nucleares (29 de agosto), sin embargo, el
instrumento internacional que las impediría, el Tratado de prohibición completa
(de 1996), desafortunadamente, no ha entrado en vigor todavía. Está visto que
nos falta coraje para activar esa verídica concordia, que para nada necesita
artefactos, sino abrazos de unos y de otros. Llevamos diecisiete años de
conmemoraciones, y aún no hemos sido capaces de alcanzar y mantener un mundo
libre de armas. Repensemos la situación, hablemos claro y profundo,
consensuemos posturas, al menos para no despilfarrar recursos.
Uno de los deseos más hondos del corazón humano es el
sosiego, para conformar esa familia humana que todos requerimos, y que debe
conquistarse, no por las finanzas, sino por el espíritu de transparencia y
honradez. Mientras las Naciones Unidas confían en que algún día desaparezcan de
la faz de la Tierra todas las armas nucleares, yo tengo la sensación de que la
supervivencia de la especie humana estriba en ir más allá de ese objetivo y en
garantizar que nos cohabite un mundo más justo, menos alocado, con un impulso
más interno y fraterno. Es nuestra responsabilidad, en consecuencia, propiciar
otros horizontes más verdaderos y menos excluyentes. Ya lo sintetizó en su
tiempo, el Papa Pablo VI, en su encíclica Populorum progressio: “El desarrollo
es el nuevo nombre de la paz”.
Ojalá nos iluminemos y calentemos como lo hacíamos en casa
de mis abuelos, a la luz de una vela, con el espíritu de la lectura y el
talante del diálogo entre todos. Cómo echo de menos aquellas tertulias de
familia, en las que yo era lector y oído preferente, en parte porque algunos no
sabían ni leer, pero tenían la cátedra de la vida armonizada en sus
habitaciones interiores. Con el paso de los años, me he dado cuenta que su
estado era más armónico, más feliz que el nuestro, aunque lo tengamos todo.
Justo, en esta época en la que todo está globalizado, pero no hermanado, sino
más bien enfrentado, urge una renovada toma de conciencia que nos regenere y
reconcilie. Si antaño la cuestión social tomó una dimensión mundial, en este
instante preciso considero que hacen falta que los apoyos morales se enraícen y
den sus frutos de inserción en un mundo sin barreras, en el que toda la
humanidad se sienta parte del mismo. La cuestión es que nos falta el deber de
hospitalidad y nos sobra el egoísmo, ese que hace que los gobernantes antepongan
su éxito personal a su obligación social, lo que nos impide pasar al entusiasmo
de la acción, en parte porque andamos ausentes de ese amor desinteresado y
servicial.
Desde fuera no se calma el mundo, es menester hacerse una
piña con nuestros análogos, hasta el extremo de ponernos a su servicio.
Atrapados en contiendas que no han provocado, millones de personas se ven
obligados a esconderse o a huir para salvar sus vidas. Esta es la triste
realidad, con la que no podemos quedar de brazos cruzados. No se puede
normalizar lo que es violencia, porque nada resuelve ni tampoco disminuye sus
consecuencias trágicas. En un momento de tantas dificultades, en que la
irracionalidad es práctica común, junto a la violación de los derechos humanos,
no podemos quedar pasivos, sino responder de forma concreta, teniendo en cuenta
que unidad y diversidad han de conjugarse para crecerse y recrearse, para
reducir las injusticias que nos afectan a todos. Por si fuera poco el desorden,
vivimos en una cultura de la falsedad permanente, donde gobierna la hipocresía,
mientras ha decaído el valor de hacer familia, como base de convivencia y
garantía contra la desintegración social. Lo que no ha menguado es esta vida
fragmentada, que genera ansiedad y zozobra, poniéndonos en peligro de
agotamiento. Ciertamente, cuesta entender la locura de algunos seres humanos
dispuestos a truncar vidas humanas, a destruir toda esperanza, a arruinar
existencias sin miramiento alguno. Ahora
sabemos, que los cinco miembros de la célula terrorista abatidos en Cambrils
(Cataluña) por los Mossos d'Esquadra se desplazaron en un Audi A3, a esta
localidad española, no para atropellar a personas, sino con la intención de
acuchillar a todos los viandantes del paseo marítimo que se encontraran a su
paso. Ante este panorama sólo cabe recordar que se haga justicia, y ver donde
hemos fallado como civilización pensante.
Es evidente, que el terror es un naciente del rencor, que
desprecia toda vida, cualquier vida, y que es un auténtico crimen contra la
humanidad, pero esto no puede modificar nuestro comportamiento de ser personas
de bien y bondad. No le demos al mundo, por ello, más armas, sino otra
sabiduría más armónica, promoviendo una nueva poética humana de desprendimiento
y auxilio. Nos lo advertía hace unos días, el Secretario General de Naciones
Unidas, destacando que más de sesenta y cinco millones de personas han sido
obligadas a salir de sus hogares a nivel mundial y que países como Iraq, Siria,
Sudán del Sur, Yemen, la República Democrática del Congo y Nigeria enfrentan
situaciones humanitarias críticas. Comprometámonos como humanos que somos a
hacer todo lo que esté a nuestro alcance para proteger a las mujeres, las
niñas, los hombres y los niños que están en la línea de fuego, al menos para
injertarles esperanzas de que el futuro será mejor. No olvidemos que podíamos
ser alguno de nosotros y que lo armónico es para vivirlo en conjunto.
En cualquier caso,
para forjar este clima general de paz, no hace falta fabricar más armas, sino
activar otros sentimientos y poner voluntad de lograrla. Para Madre Teresa de
Calcuta, misionera de origen albanés naturalizada india (1919-1997), la paz
comenzaba con una simple sonrisa, o lo que es lo mismo, con un estado de ánimo
conciliador. Ahora bien, bajo ese temple hay que poner raciones de equidad,
dotes de verdad para sentirnos libres; a la vez, que razones de ecuanimidad y solidaridad;
y, así, poder sentirse satisfecho de uno mismo. En su tiempo, ya el poeta
italiano Petrarca (1304-1374), comentaba de los cinco enemigos de lo armónico
que viven entre nosotros y que eran: el miedo, la avaricia, la envidia, el odio
y el orgullo. Él nos recomendaba eliminarlos y que tendríamos de este modo la
paz permanente. Desde aquí, yo también propongo, hacer eso, y además, quitarnos
todas las corazas, abrirnos el corazón y destruir todas las espadas. Salgamos
con el verso y la palabra únicamente a reconstruir el mundo. Yo mismo llegué a
la poesía por los caminos del amor, pues al fin, como digo en uno de mis
últimos desahogos: … nada soy: si el amor no vive en mí y yo vivo en el amor.
¡Mueran las armas! ¡Florezca el corazón!
Víctor Corcoba Herrero/ Escritor