Somos historia y esperanza
Hoy más que nunca necesitamos hazañas conjuntas para
rescatarnos unos a otros de las muchas cruces impuestas en el diario de nuestra
vida, puesto que ha de ser todo más armónico, para poder reflexionar y hacer
memoria. Si no se camina en armonía, si no se respeta al análogo, difícilmente
vamos a poder construir algo. Es evidente que no se comprende nada de lo que
somos sin hacer historia. Realmente es lo que nos orienta. En buena lógica,
somos lo que día a día tejemos cada cual consigo mismo y junto a los demás.
Bajo esta dimensión de la memoria es importante que recapitulemos con ojos
mediadores, hacia la realización de un mundo más sensible, donde nadie quede
excluido. En este contexto, tampoco se puede comprender, las singularidades
destructivas de algunas gentes, que en lugar de propiciar sosiego, discriminan
y siembran el terror.
Ante esta ignominiosa realidad, imagino, que haría falta
tomar la delantera, hacer frente a la intolerancia, reconstruir vínculos,
perdonar de corazón y defender los derechos humanos por doquier. La referente
actividad del Secretario General de la ONU, António Guterres, que recientemente
hizo sonar la campana de la paz de los jardines de la ONU, en Nueva York, con
monedas y medallas donadas por los Estados Miembros, el Pontífice y otros
individuos, entre los que se incluyeron niños de más de sesenta países, durante
la ceremonia anual, para llamar a pensar en el sufrimiento y devastación que
causan las guerras y unir a la población mundial a favor de la concordia. Este
gesto, naturalmente, ha de ayudarnos a modificar actitudes. A propósito, también
señaló, el citado director administrativo de la Organización, en un vídeo para
conmemorar la efeméride del 21 de septiembre, que “no debemos permitir que grupos de interés,
ambiciones nacionales o diferencias políticas hagan peligrar la paz”. Ciertamente,
sin conciliación nada subsiste, tampoco el progreso ni el bienestar que tanto
vociferamos y requerimos.
Dejemos, por consiguiente, que la historia nos purifique el
curso de los hechos. Hemos de tomar con valentía horizontes nuevos. Decirlo es
fácil, hacerlo ya es más difícil. Indudablemente, tenemos que batallar todos
los días contra las amargas injusticias que se producen en este mundo.
Infinidad de mártires pueden testimoniarnos su manera de obrar contra ese brío
de maldad que pretende ahogarnos. Pensemos, además, en tantas familias que
viven en la desesperación permanente. Por eso, es tiempo de acoger, de prestar
atención a esos caminantes que piden nuestro auxilio en cualquier esquina del
camino. Es hora de abrazarnos, de llorar y de reír juntos, de donarnos y de
mostrar nuestra mayor esperanza por el bien,
que es la mejor bondad que podemos y debemos injertarnos, ante una
humanidad tan pasiva. Recordemos que unos 815 millones de personas en el
planeta sufren hambre, lo que representa el 11% de la población y la cifra más
alta en la última década. Lo acaba de refrendar el director adjunto de la
División de Economía del Desarrollo Agrícola de la Organización de las Naciones
Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), con estas palabras que
debieran ponernos más en ejercicio: “la tendencia observada en los últimos diez
años no sólo es que ha crecido el número de conflictos, sino que además son
trances que se han tornado más complejos y difíciles de resolver, entonces
estamos viendo que la mayoría de las personas que sufren de hambre y
desnutrición precisamente viven en países que están experimentando luchas”.
Desde luego, deberíamos aminorar esta injusta descripción. De lo contrario, no
se va a eliminar el hambre en el año 2030, tal y como estaba prometido en la
añorada agenda de los buenos propósitos.
Sin duda, ha llegado el momento de pasar de las promesas a
las obligaciones concretas. No olvidemos que somos historia, pero también
esperanza. Deberíamos serlo para esos 155 millones de niños menores de cinco
años que tienen retraso en el crecimiento, mientras que 52 millones están por
debajo del peso recomendado para una buena salud. De igual modo, hemos de
extender nuestra ocupación y preocupación por enfermedades como la anemia entre
las mujeres y la obesidad adulta, lo que nos exige esfuerzos renovados y nuevas
formas de trabajar colectivamente, sin tantos intereses, subrayando la
importancia de hacerlo sosegadamente. Para desgracia nuestra, hemos pasado de
ser personas con anhelos de entusiasmo por vivir mejor cada día, humanamente
hermanados, a ser provocadores permanentes unos contra otros, inhumanamente
repelentes. De ahí, la imperante necesidad de abrir nuevas sendas de unidad en
las que todos tengamos voz para apagar las tinieblas del odio y encender los
caminos esperanzados de la luz. Tengamos presente que, un amanecer acorde a
todo espíritu pueda dar lugar a otro, y a otro, y al siguiente, hasta llegar al
abandono y a la entrega de las armas.
El testimonio del pueblo colombiano, dispuesto a respirar en
justo ritmo de correspondencia humanística, es una de las mejores noticias que
se está produciendo en el mundo en estos últimos años, y esto hay que
aplaudirlo y celebrarlo, porque no es fácil cerrar heridas, renunciando a la
venganza para abrirse a la convivencia más profunda. Recordemos las palabras
del Papa Francisco en Colombia, justo en el gran encuentro de oración por la
reconciliación nacional: “sanemos aquel dolor y acojamos a todo ser humano que
cometió delitos, los reconoce, se arrepiente y se compromete a reparar,
contribuyendo a la construcción del orden nuevo donde brille la justicia y la
paz”. El mundo también necesita de una humanidad renovada, dispuesta a
transformarse en vida, mediante el impulso y la grandeza del amor auténtico.
Quizás sea el momento de escucharnos más el alma, de volvernos más compasivos,
a la vez que más humanitarios. Llegado a este punto, siempre lo digo, a los
enemigos hay que volverlos amigos; y pensar, en la creación de una verdadera
civilización cohesionada, donde prime la cultura reconciliada, que es lo que da
impulso a la belleza que nos trasciende.
Sea como fuere, en esta dimensión de la que somos historia y
esperanza, hemos de saber que el futuro es nuestro, a poco que miremos hacia
adelante. Y en este sentido, ahora es el momento de activar un mundo más unido,
más de todos y de nadie en particular. A la par necesitamos protegernos mejor.
Si el terrorismo no tiene fronteras, los ataques cibernéticos tampoco y nadie
está inmune. No es de recibo que nos dejemos morir en la red, tampoco en el
mar, y aun peor, por falta de una atmósfera limpia. En consecuencia; debates muchos, pero
decisiones también. Y si el mundo debe hermanarse a través de una unión de
libertad, se han de reducir las desigualdades, pues cada ciudadano es por sí
mismo un ser tan digno como otro cualquiera. Por otra parte, la fuerza de una
ley internacional mundializada ha de reemplazar con urgencia la ley de los
fuertes y poderosos, que únicamente les mueve el deseo de impulsar la carrera
armamentística. O sea, el negocio. Sirva como argumento el Estado de Derecho en
países democráticos que no es facultativo, sino obligatorio. Esto puede ser un
buen trampolín para que todo el orbe se sienta más compenetrado, más
esperanzado, más vivo en principios y valores. Progresemos, pues, en esa conciencia
de rescate, como acción y reacción, bajo el estimulante vital de la confianza.
Al fin y al cabo, la realidad puede ser bochornosa, pero tras de sí, todo
escampa, retornando a la autosatisfacción del deber cumplido, que es lo que nos
hace mantener la cabeza siempre en alto.
Víctor Corcoba Herrero/ Escritor