Un mundo único, que ha de ser morada para todos
No se puede parcelar el mundo. La especie humana está
llamada a entenderse. Nos unen tantos lazos que tiene poco sentido activar las
divisiones. Hemos de ser una familia, y como tal, hemos de saber convivir sin
muros. No puede cohabitar entre nosotros distancia alguna, puesto que todos nos
necesitamos. Por ello, es importante mirarnos profundamente y vernos en faena,
para sentirnos ciudadanos de abrazo auténtico, de compromiso hacia los más
débiles. No olvidemos que, más de 140 millones de personas en todo el planeta,
necesitan ayuda humanitaria para sobrevivir. Es evidente, que requerimos
cooperar mucho más los unos para con los otros, hasta sentirnos parte de la
estirpe. Por cierto, ya en su época el
insigne escritor Francisco de Quevedo (1580-1645), dictaminó aquello de que
“los que de corazón se quieren sólo con el corazón se hablan”. Cuánta razón hay
en ello. Por desgracia, horrorosamente advertimos que en el camino de la
historia, también ahora, no hemos sabido preservar la unidad que injertan latidos
comunes. En ocasiones surgen incomprensiones, conflictos, tensiones, que lo
único que fomentan es la fragmentación. De ahí, lo trascendental que es educar
para la concordia, justo para poder manar y emanar esa comunión de sentimientos
conciliadores.
La reconciliación, por ende, ha de ser un continuo cultivo
entre los humanos; máxime en estos momentos en los que hemos acortado todas las
distancias físicas, no así las espirituales que son las que verdaderamente nos
hermanan como moradores de un mundo globalizado. En consecuencia, todo debe
afectarnos. Aquellos que continuamente lesionan los derechos humanos, o que se
mueven en la ilegalidad permanente, debieran saber que la promoción de un mundo
más sensible para todos, nos exige a la humanidad entera, observar el principio
moral de la responsabilidad personal del mismo yo. Acostumbrarnos a estas
violaciones y mostrar indiferencia ante los hechos, no conduce a buen puerto.
En efecto, hoy más que nunca, estamos emplazados a luchar contra las
injusticias sembradas, la intolerancia y el extremismo que es mucho y muy
cruel, hasta desbordarnos con su proceder. Sin duda, tenemos que responder al
clamor de tanta inhumanidad y volver a dignificar al ser humano de tantas
explotaciones y adoctrinamientos que nos conducen a la destrucción del propio
linaje.
Activemos, con urgencia, ese mundo que ha de ser morada para
todos, a pesar de la diversidad de culturas, de lenguas y de pensamientos. Por
esto es fundamental la escucha, que es el alma de nuestro entendimiento, de
nuestro comprender al otro, más allá de nuestras meras habladurías que suelen
ser muy subjetivas. Ojalá, desde nuestro interior, nos comprometiéramos a ser
más auténticos, más instrumento de comunión y unidad, como dice una bella
mística franciscana, siempre dispuestos a llevar amor donde hay odio, a llevar
perdón donde hay ofensa, a llevar unión donde hay discordia. Nos hace falta
esta atmósfera, sobre todo para poder vivir libres del miedo y la miseria, sin
tantos fraccionamientos en bloques ideológicos que, en vez de armonizarnos, nos
disgregan. Si la apuesta por un desarrollo equitativo es el nuevo nombre de la
alianza, hemos de reconocer que la unión es la senda que nos permite avanzar.
No tiene sentido, luego, propiciar movimientos que reclaman la separación o la
independencia de un país, cuando es el todo, el que ha de sumar en ese progreso
humanístico, respetando, eso sí, su identidad en todo momento.
Es cierto, en el fondo todos somos singulares y exclusivos.
En nuestro único mundo, que ha de dejar de repartirse según intereses mundanos,
sólo cabe la generosidad. Indudablemente, hemos de dar paso a una mejor
dotación en las nuevas generaciones de sus derechos inalienables, con medios
suficientes para poder ejercerlos y defenderlos. La unidad del género humano es
tan vital como necesaria para asegurar nuestra propia continuidad.
Naturalmente, tenemos que construir juntos ese destino común, si en verdad
queremos evitar una catástrofe para todos. Por eso, a mi juicio, es el momento
de la acción conjunta y coordinada, del respeto a toda vida que ha de
dignificarse como se merece, y de que la solidaridad se active como conciencia
humana, contrariamente a lo que viene sucediendo.
En cualquier caso, no podemos ni debemos justificar esta
pasividad egoísta que nos inunda. Sálvese el que pueda. Todos estamos llamados,
mejor dicho obligados, a ser más compasivos, aunque sólo sea por cuestiones de
vínculos garantes. Utilicemos ese parentesco humano o esa familiaridad
bienhechora. De lo contrario, la virtud del vicio nos seguirá gobernando. Por
consiguiente, seamos cada uno de nosotros un defensor de ese mundo único,
sabiendo que las leyes de protección y promoción de los derechos humanos son
indispensables para poder caminar coaligados, equipando a las personas con los
medios que necesitan para vivir su vida en condiciones decentes y seguras.
Víctor Corcoba Herrero/ Escritor