Tocando fondo: la degradación de lo humano
Cada día somos más, con estilo de vidas diferentes, pero que
hemos de relacionarnos, lo que nos exige amplitud de miras y comprensión
permanente. Precisamente, esa fuerza transformadora de los corazones, radica en
el ropaje interior de cada cual, por lo que es ineludible cohesionar latidos
desde todas las culturas y buscar la manera de fraternizar actitudes, sobre
todo activando el culto a la coherencia con la autenticidad de lo que somos. No
quiero omitir, que son de alabar los avances que contribuyen a entendernos; sin
embargo, tampoco podemos dejar en el tintero, que la mayoría de las gentes
mueren en la desesperación continua, sin consuelo alguno. Sólo hay que ver,
cómo algunas patologías van en aumento. El miedo y la opresión es tan fuerte
que se hace dificultoso vivir y, en ocasiones, para coexistir con poca dignidad.
De nada nos sirven los progresos en el conocimiento y en la información, si
luego, a renglón seguido tenemos una
economía excluyente que aniquila, que mata y nos comercia a su antojo. Hoy todo
se mueve en torno al poder. Como antaño, el pez grande imperecederamente come
al chico. Ante este panorama desolador, multitud de ciudadanos de todo el mundo
se sienten mal, muy mal, sin horizontes, sin salida, sin luz en definitiva.
La falsedad es uno de los grandes tormentos actuales. Como
dijo una vez el novelista y poeta Sir Walter Scott: “Oh, qué enmarañada red
tejemos cuando primero practicamos el engaño”. Tengo el convencimiento, pues,
de que si avivamos las alianzas con la verdad, podemos desenmarañar la
intrincada red de transacciones sospechosas y llevar a quienes practican el
engaño ante la justicia. Esto es algo que favorece la integridad financiera y
el crecimiento inclusivo, cuestión que nos beneficia a todos. Hasta ahora nos
han adoctrinado con una cultura del bienestar que encierra una idolatría del
dinero como jamás, en lugar de activar otros cultivos que nos hermanen y nos
ayuden a servirnos mejor unos a otros. Sólo hay que mirar y ver el
endiosamiento de algunos poderosos, totalmente deshumanizados y corruptos a más
no poder, siempre dispuestos a restar existencias, a no compartir nada con los
más pobres, si acaso alguna migaja, para luego pasar a ignorarles. La persona
se ha degradado como no se podía imaginar uno. La avaricia tampoco conoce
límites. Hay un rechazo a toda moral y el interés ha sustituido a la
solidaridad desinteresada. Lo malo de toda esta nube de despropósitos es que el
mal se ha enraizado, lo que va a dificultar la expectativa de un futuro más
justo.
Además, por si fuera poco, la persona ha dejado de amarse
por sí misma, y se ha puesto al servicio de unas gentes económicamente
privilegiadas, que no entienden de ética y sí de sobornos. Por tanto, tan
importante como alimentarse para poder caminar, es salir de este espíritu que
nos degrada, que nos insta a vivir en la superficialidad, siendo a veces un
producto más de mercado, donde aquello que no produce se abandona. Con
urgencia, el ser humano, si quiere permanecer como especie pensante, tiene que
volver a ser él mismo, de ahí, la perentoria necesidad de una educación que nos
enseñe a reflexionar críticamente, mediante un lenguaje universalista que
ofrezca un camino de maduración en valores. Las gobernanzas mundiales han de
humanizarse si en certeza queremos fortalecernos como linaje en este mundo tan
velozmente cambiante. Por más que miremos para otro lado, la esclavitud moderna
está presente en todas partes del mundo, devaluando a todo ser humano. Una vez
más, don dinero es el motor. Un estudio reciente de la Organización
Internacional del Trabajo lo avala, estimando que genera ganancias anuales de
más de 150.000 millones de dólares, lo cual equivale a la suma de las ganancias
de las cuatro empresas más rentables del mundo.
Hace tiempo que la primacía del ser humano sobre todo lo
demás, ha dejado de ser una realidad. Olvidamos que estamos en el mismo camino
y que todos somos necesarios para abrazar un único horizonte. ¡Atención al
aguijón de la rivalidad! ¡O al incentivo del egoísmo! A veces la necedad nos
puede, y obviamos que también las obras ajenas son nuestras obras también. Sea
como fuere, veo que nos falta esa actitud de servicio incondicional y que nos
sobran respuestas vengativas. Como decía san Ignacio de Loyola, “el amor se
debe poner más en las obras que en las palabras”. Esto es lo que realmente nos
fertiliza como seres vivos y nos permite cambiar, al experimentar la felicidad
de legarse, sin reclamar dividendos, por el sublime deseo de realizarse
donándose. Hoy más que nunca requerimos
más acogida, más misión, más entrega y generosidad, en suma. Ya está bien del
reinado del dominio de unos sobre otros, o la nefasta competición para ver
quién es más poderoso o productivo, restauremos otros valores más de familia,
más de sociedad coordinada y cooperante, más de colectivo armonizado. Hemos de
volver a la pureza, al retorno del amor verdadero, ese que comprende y
disculpa, que injerta palabras de aliento y que reconforta con su propia
mirada, lejos de esa desviación destructora que hoy tanto nos acorrala y
aniquila.
En consecuencia, ha llegado el momento de reafirmar una actitud
humana más acorde con el crecimiento espiritual, que es lo que verdaderamente
nos hace más felices, o al menos, estar bien con nosotros mismos. Cualquier
menoscabo cívico nos degrada. Deberíamos esto tenerlo más presente. Justamente,
con esta degradación humana se hace muy difícil modelar la convivencia, por
ejemplo. Cuando falla el respeto todo se desmorona. Es una contradicción pedir
a las nuevas generaciones la consideración hacia sus análogos, cuando las
mismas relaciones sociales se gestan desde una mentalidad egoísta,
trastocándolo todo, desde la similar correspondencia del ser humano con la
naturaleza. Con relativa frecuencia, éstas se hallan con conductas inmorales, y
hasta perversas, como en el caso del llamado turismo sexual, en el que se degradan
vidas humanas, incluso de tierna edad. Lo mismo sucede con el mundo del
trabajo, es fácil encontrar testimonios donde la degradación de la persona es
un hecho, en la medida en la que se le considera un mero instrumento en el
campo de las ganancias y nada más que eso. De igual modo, a poco que paseemos
por nuestras ciudades, se observan situaciones de degradación y de miseria en
plena calle. Está visto, por ello, que hay que cambiar de rumbo y no aceptar
pasivamente ciertos comportamientos que nos asombran, pero poco más.
Tengamos presente que solamente aquella autonomía que se
somete a la naturalidad nos embellece como persona. Por otra parte, no es bueno
acostumbrarse a que la vida humana entre en el mercado y apenas tenga valor
alguno. Subsiguientemente, deberíamos hallar una manera de deshabituarnos de
esta adicción al mal que nos acecha. Nunca es tarde para recapacitar, para
volver a empezar a ser otro, aunque, como decía el novelista y ensayista
estadounidense Susan Sontag (1993-2004): “Amar duele, es como entregarse a ser
desollado y saber que, en cualquier momento, la otra persona podría irse
llevándose tu piel”. Pero ese sufrimiento estará bien empleado, si supone
socorrer a todos para transitar con todos. En este sentido, y aunque no tengamos
derecho a juzgar a nadie, si que animo a considerar estas palabras de un sabio
de la antigüedad: “No compartir con los pobres los propios bienes es robarles y
quitarles la vida. No son nuestros los bienes que tenemos, sino suyos”. Ojalá
lo escrito aquí, dejase perplejo al lector, le hiciese reflexionar y se pusiese
también a compartir lo que piensa. Sería una manera de esclarecer todos los
laberintos que nos hemos trazado y, de ver, que aún estamos vivos.
Víctor Corcoba Herrero/ Escritor