La ciencia de vivir es el arte de amar: Axioma de Rubén Darío
Coincidiendo con el Primer Centenario de la muerte de un
auténtico escritor cosmopolita, Rubén Darío (1867-1916), por cierto también
coincidente con el cuarto del fallecimiento de Miguel de Cervantes, se me
ocurre tomar como título de esta columna periodística, y a manera de evocación,
este axioma del poeta nicaragüense, representante del modernismo literario en
lengua española y gran admirador de la obra cervantina, que pienso que a todas
horas deberíamos meditar, cuando menos por su capacidad de sustento en este
mundo de desamores, puesto que supedita la ciencia de vivir al arte de amar. En
efecto, cuando el amor da sentido a tu vida todo es más humano, más fraterno,
lo que nos hace abrirnos a una dimensión más amplia que la materia, si quieren
más poética, o sea de respeto por las personas, venciendo la codicia de poder,
de posesión, de dinero, a ser honestos y sinceros en nuestras relaciones con
los demás.
Ciertamente esto es un arte, el arte de amar el verdadero
amor, lo que significa ser fieles a nosotros mismos, a nuestra naturaleza más nívea; y, de este
modo, caminar liberados de miserias hacia la auténtica libertad, pues como
decía el ínclito autor de la obra, el ingenioso hidalgo Don Quijote de la
Mancha: "la libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los
hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que
encierran la tierra y el mar: por la libertad, así como por la honra, se puede
y debe aventurar la vida". De ahí, que la verdadera autonomía no sea seguir
nuestro egoísmo, nuestras pasiones, sino la de querer tomar aquello que es un
bien en cada situación. Quizás tengamos que redescubrirnos cada aurora como las
gentes de verbo, cautivadas por la exploración de la palabra; de una dicción
cuyo naciente está en los latidos, en la vía láctea de nuestra morada interior,
en la ciencia de la hondura por vivir "con esa antorcha del
pensamiento" que Rubén Darío injertaba con entusiasmo en sus libros, y que
ofrecía como alimento a las gentes, con una indiscutible impronta novelesca
sobre su propio quehacer cotidiano.
Desde luego, un convencimiento profundo anima a estos dos
iluminados, que son Cervantes y Darío, empeñados en elevar trascendiendo el
culto a la cultura como cultivo de fraternización. Precisamente, en una crónica
publicada en el periódico La Nación de Buenos Aires, de 9 de abril de 1905,
encontrándose el inventor del modernismo en Tierra de Don Quijote (Argamasilla
de Alba) escribía, sobre los diversos ensueños, como puede ser la dulzura de
una tarde o el canto de un labriego en la soledad del campo, o descifrando el
reloj de la vecina iglesia que a través del tiempo inventaba el sueño, tal vez
la llama de su vida. Bien es verdad que el inolvidable Rubén tenía la sana
costumbre de aborrecer la bocas que predicen desgracias eternas, o que predican
adversidades, haciéndolo de manera misteriosa como queriendo restablecer lo
armónico por los caminos del ser humano. Después de haber vivido demasiado hay
una gran nostalgia por el retorno a la sencillez, a la transparencia, a mirar
hacia atrás, con cierta angustia de cantos de vida y esperanza, bajo el aliento
de una tranquilidad de mar y cielo. Al fin y al cabo, "el Arte es el
glorioso vencedor. Es el Arte/ el que vence el espacio y el tiempo..."
Por eso, las gentes de profundo decir, como Darío o
Cervantes, en todo momento se sienten movidos a mirar hacia sí mismo y hacia
toda la creación; contemplando el arte creador, o creativo, como un abecedario
más invisible, más del alma, donde no se pone únicamente la acción, también la
estética de la mente, el espíritu que da fundamento y vida. Sí el ingenioso
hidalgo caballero Don Quijote de la Mancha –calificada por numerosos
especialistas como la primera novela moderna–, es autor todavía hoy, cuatro
siglos después, de una de las obras más editadas, traducidas y conocidas de la
literatura mundial; también Rubén Darío, obstinado viajero deseoso de abrazar
el mundo, es posiblemente el poeta con más influencia en el ámbito hispánico de
la poesía del siglo XX, por su capacidad de recreación entre lo vivido y lo
que, en cualquier momento, nos queda por vivir. A mi juicio, y como quiera que
la sociedad de hoy tiene más necesidad que nunca de seres dispuestos a pensar
profundo, de artistas con capacidad de saber mirar y ver, conviene recordar las
personas de mente abierta. Los momentos actuales son más bien de necedad y esto
no garantiza el crecimiento de la persona. Es saludable, por consiguiente,
celebrar estas onomásticas que nos recuerdan a tipos interesantes, para nada
interesados, que han puesto su vocación artística al servicio de la ciudadanía
y del bien colectivo. Mirarse en su espejo es también una manera de
reeducarnos, de entusiasmarnos en el crecimiento, de resurgir de las cenizas,
de renacer a la autenticidad como una vía de acceso a la realidad más profunda
del ser humano y de su hábitat.
Volviendo a ese arte de amar, que es donde habita la ciencia
del buen vivir, las gentes de hondura han hallado diálogos renovados,
respuestas adecuadas al momento vivido, afanados por descubrir su situación en
la historia y en el universo, por iluminar las miserias y los gozos, las
necesidades y las capacidades del ser humano, y por diseñar un mejor destino
para todos. En cualquier caso, nadie dudará, que estamos toda la especie en un
momento crucial de nuestra historia: hasta ahora nos hemos globalizado, pero
nos falta fraternizarnos, saber convivir con calado. Por desgracia, este mundo
que vivimos nos desespera y aleja, quizás porque hemos cosechado las mayores
desilusiones. Lo decía el mismo Cervantes: "Señor, las tristezas no se
hicieron para las bestias, sino para los hombres; pero si los hombres las
sienten demasiado, se vuelven bestias". Y es verdad, nos falta coraje para
crecer más por dentro y poner mayor alegría para resistir a la usura del tiempo
y saber comunicarnos, y entendernos, más y mejor, unos y otros.
Cada día son más los ciudadanos que se desconocen a sí
mismos. Apenas hablan, solo escriben. Lo hacen con ordinariez, sin espíritu
creador, desganados; y, lo que es peor, desesperanzados. Atrás quedaron
aquellas celebres cartas de amor, o aquellas tertulias heterogéneas donde se
invitaba a pensar, hoy lo que impera es el caos y la confusión, el abismo y la
oscuridad. Deberíamos volver, pues, a
provocarnos el asombro, una nueva actitud de soñadores, de poetas que nada
tienen y nada quieren, a respirar la vida y a trazar nuevos horizontes. Hay
siempre una nostalgia en el ambiente, en parte porque el futuro hay que
soñarlo. Quizás tengamos que ser mejores receptores, más reflexivos y más
coherentes con nuestra razón de existencia. Sea como fuere, los clásicos son
nuestro manantial permanente, y así, los versos de Rubén Darío perviven por ser
realmente esenciales en toda época para todo aliento. Él mismo, en aquellos versos de juventud,
declaraba su admiración por algunos marinos del pensamiento: "De Quevedo
imitar quiero sabia/ frase de fuego de sagrado encono,/ y castigar a aquel que
nos agravia". Más que nunca necesitamos un corazón abierto como lo tenían
estas gentes para comprender lo mucho que nos une y lo poco que nos separa, si
aplicáramos el arte de amar como respiración de nuestra vida.