La mejor luz, la de los niños
Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
Todos llevamos un niño dentro a través de los ojos del
corazón. Pienso que es bueno conservarlo, lo cual quiere decir que al menos el
espíritu del entusiasmo está garantizado. En cualquier caso, creo que necesitamos de vez en cuando volar, sentirnos
con las alas de la vida vivos,
ascender en busca de aquello que
se desea, respirar la inocencia, aunque luego te quieran despertar a bofetadas.
Precisamente, hace unos cuantos años,
los moradores del planeta tuvieron la feliz idea de hacer una justa
proposición a todos los niños, se trataba de hacer todo lo posible para
proteger y promover sus derechos a sobrevivir y prosperar, a aprender y
desarrollarse, para que se hagan oír y alcancen su pleno potencial. Es por
ello, que coincidiendo con la fecha de su día universal (20 de noviembre), se
me ocurre reflexionar sobre el grado de cumplimiento de tales ofertas.
El pueblo que, jamás olvida las promesas, sabe bien que una
cosa es predicar y otra dar trigo. Por lo pronto, cada día mueren más de
diecisiete mil niños por causas que podríamos evitar y, que también, antiguas y nuevas dificultades se han
combinado para privar a muchos pequeños de sus derechos y de los beneficios del
desarrollo. Por desgracia, los datos nos indican que la situación de muchos chavales ha
empeorado. Algunos nunca llegarán a celebrar su próximo cumpleaños, nunca
terminarán la escuela y nunca conseguirán sus sueños. Desde luego, los adultos
se lo hemos puesto muy difícil a este mundo de la inocencia. Por mucho que se
hable de progreso, tiene bien poco sentido este necio diálogo, mientras haya
niños con mirada triste, bañados en sus propias lágrimas. Indudablemente, no
sirve con hacer únicamente
proclamas de que “no puede haber
una tarea más noble que la de dar a todos los niños un futuro mejor”, hace
falta obrar para que el compromiso de llevarlo a buen término tenga su
concreción de resultados positivos.
Los sueños y los anhelos de un mundo mejor para la infancia
deben hacernos recapacitar a toda la especie, puesto que el futuro de la
humanidad pende de su aliento. Ellos son el recurso más importante de futuro,
la mejor esperanza. Si en verdad queremos aspirar a un orbe más equitativo y
armónico, hemos de propiciar espacios para que los niños puedan vivir sin
sobresaltos, bajo el amor preciso y el
precioso calor de sus progenitores, la
atención y el cuidado necesario para dar los primeros pasos en la vida y para
tener una educación básica de buena calidad y, en la adolescencia, amplias
oportunidades para abrir nuevos horizontes, bajo entornos favorables y seguros
que los ayude a transformarse en ciudadanos comprometidos e íntegros. Así ha de
ser el planeta que se merecen los niños y que los adultos tienen la obligación
ineludible de implantar como ciudadanos del mundo.
A mí me gusta decir que en una sociedad bien hermanada, son
los niños y los ancianos los que han de gozar de mayor protección social, y
quizás de mayores privilegios. Los niños, ciertamente, porque son el porvenir
del linaje; y los ancianos, igualmente, porque son las raíces de nuestro
sustento, de nuestra sabiduría, que es el cabal soporte para continuar con la
estirpe. Nunca como ahora es preciso reafirmar el derecho de los niños a crecer
en una familia estable, con unos progenitores capaces de activar un ambiente de
hogar para su normal desarrollo y su madurez efectiva. Esto exige, al mismo
tiempo, el apoyo de las instituciones de los Estados hacia el derecho de los
padres a la educación en valores de sus hijos. Los errores (y los horrores) de
la manipulación educativa no se pueden permitir. Hay que formar ciudadanos
libres, lejos de cualquier camino dictatorial, que más que un campo de
formación, se convierte en un campo de adoctrinamiento de pensamiento único. No
olvidemos que los niños son la mejor luz, que obviamente tienen que ir
progresando, madurando, pero respetando siempre su identidad humana y su
autonomía como personas en crecimiento.