La gratuidad y la gratitud del espíritu navideño
Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
Se acerca el momento de los buenos deseos, de los días
impregnados de un singular clima poético, donde la mística y las emociones
acrecientan su espacio de recuerdos y añoranzas. Tanto es así, que resulta
imposible permanecer impasible ante la abundancia de signos litúrgicos y no
litúrgicos, que nos llaman a celebrar, con una carga de sentimientos enorme,
estas fechas en las que todo parece volverse más bondadoso, más fraterno, más
humano en definitiva. Reconozco que ese impulso positivo me anima, lástima que
no continúe a lo largo de todo el año, tan rebosante de gratuidad hacia la
misma especie y de gratitud hacia lo que nos rodea. Sin embargo, confieso, que
lo que me aleja es que en el astro sus moradores sigan haciendo valer sus
raciones de egoísmo, prefiriéndose a sí mismos, junto a los suyos y nada más
que con los suyos, como si el globo fuese de unos pocos. Naturalmente, uno
tiene que poseerse, pero también tiene que saber donarse, sin obviar que la
vida se compone de cosas pequeñas y de cosas llevadas a cabo entre todos. Nadie
es protagonista de nadie y todos somos protagonistas de todos. He aquí la
cuestión de la genuina felicidad Navideña, el contemplativo camino de ver más
allá de las tinieblas.
Si me lo permiten, en esta Navidad 2014, yo también siento
la necesidad de enviarles a ustedes, pacientes lectores de mis desahogos, unas
afectuosas palabras salidas del corazón, que es realmente el lugar donde nace
Jesús a diario, y en cada uno de nosotros. Reciban, pues, unas efusivas gracias
por leerme, mejor diría por beberme, porque son ustedes los verdaderamente
creativos, los que me alientan a seguir siendo ese manantial de verbos, que
propago por el cauce de la vida. Sin ustedes que salen con la mirada
predispuesta a hacer una pausa, en este orbe de prisas, tendría poco sentido la
siembra. De este modo, alargan, con sus casi siempre acertadas
puntualizaciones, la reflexión que, al
fin y al cabo, es de lo que se trata. Sí, de que todos meditemos, de que todos
ahondemos en el pensamiento serenamente. No olvidemos que sólo tiene
importancia aquello que nos hace recapacitar desde la escucha más comprensiva.
Ha llegado el momento de entenderse, de respetarse, de sintonizar con el que
piensa distinto. Tenemos que convivir y hemos de hacerlo con más poesía que
poder. La Epifanía únicamente tiene razón de existencia en la medida en que nos
haga madurar sobre el espíritu del gozo, de la esperanza, de la luz.
Evidentemente, esa sublime satisfacción germina de nuestra
propia ofrenda, de nuestra nívea generosidad, de nuestra capacidad de entrega a
los demás. Esta misión, porque indudablemente somos seres humanos con un cometido de auxilio, de
acompañamiento, ha de brotar de la sencillez, del camino de la pobreza, del mar
de la purificación. Todo lo recibido es gratuito, también este espíritu
auténtico de la Natividad, no hace falta predicación alguna, sólo dejarse
llevar por la certeza interior que nos habita. No debemos, pues, transitar con
miedo a la hora de entregarnos, algo que rompe los esquemas humanos del
interés, porque al fin la experiencia será única, y aunque nos
empequeñeceremos, habrá valido la pena de entender que no somos un mercado,
donde todo se compra y se vende, que somos personas dispuestas a abrir el
corazón para que entren los que no saben dónde llorar. Este es la fehaciente
Advenimiento, el verídico retorno del ser humano abrazando gratuitamente a su
mismo ser humano, a su mismo tronco, a su misma vida. Esta es la gran fiesta de
la fraternidad, de la conciencia de hermanamiento, para ello uno tiene que
saber meterse dentro de sí, vivir dentro de sí, amarse dentro de sí, conocerse
dentro de sí. Sólo quien ha experimentado tal alegría puede ofrecerla, es más,
está obligado a participarla de manera natural, porque el júbilo del alma se
transmite por sí mismo, sin querer, en los ojos de todos.
Esta es la referencia y el referente de la efectiva Navidad,
la de un niño que es amor, inocencia
visible para unos moradores en camino, que da sentido y orientación a nuestras
vidas. La gratitud es grande, quizás no tengamos palabras para responder y
describir tan profundo sentimiento. Ciertamente el corazón se queda sin verbo,
pero es, en la honda mirada, donde se descubre ese niño bondadoso, dispuesto a
que lo hagamos presencia y presente en nuestro diario acontecer, no como algo
propio, sino como algo que se nos ha legado a todos y para todos. Viendo a ese
indefenso crío en los portales del planeta, pensemos una vez más en tantos
humanos desamparados, que son víctimas de contiendas inútiles, en los ancianos,
en los enfermos, en la multitud de seres humanos maltratados por el propio ser
humano. En lugar de ser destructores deberíamos ser constructores de vida.
Nunca es tarde para hacerlo. Además, nunca perdamos la pujanza del niño que
todos llevamos dentro. Bajo este brío naciente hemos de emprender el camino del
diálogo, para cobijar el abecedario de la convivencia, con la gratuidad de los
que nada tienen y con la gratitud de sentirnos hermanos. Quien desea que la
estrella de la paz aparezca y se detenga sobre la sociedad, tan necesitada de
consuelo, contradiga y rechace toda forma de opresión y ramplonería. Nadie
puede ser objeto de dominio y de sumisión, porque la gratuidad ha sido
extensiva a toda alma para bien de todos. No es propiedad de nadie.
Por eso, cuando la gratitud es tan patente dicen que las
palabras sobran, quizás sea cierto, pero como reverdece siempre en la tierra
buena de los humildes, permítanme evocar el espiritual peregrinaje de no pasar
de largo ante el Niño de Belén. Dejemos que nuestro corazón vibre, se mueva y
se conmueva alrededor de la ternura, dejémonos acariciar por su silencio; y,
por un momento, abandonémonos de mundo y amparémonos en ese Niño-Dios para
sentir de cerca la gloria del Creador, un cántico que une cielo y tierra,
elevando las plegarias en un haz de convivencia y armonía. Por consiguiente,
les invito a todos los lectores a hacer suya esta invocación. Que cada ser humano
se ocupe y se preocupe por el prójimo más próximo. Con la humildad realice su
propio deber, sin otra pretensión que la de donarse sin más. A esto es lo que
nos invita la Navidad, a ser mejores con nosotros y con nuestros semejantes.
Sería un buen propósito, para poder despojarse de esta humanidad atormentada,
que habla lenguajes diversos y paradójicos, que se contradice así misma tantas
veces y no atina a verse en la concordia, que navega desorientada ante el
cúmulo de ambiciones que nos atrofian. Bajo el soplo de la alianza,
agradeciendo a la llama su irradiación, pero sin excusar al quinqué que sufrido
le sostiene, lo que nos hace revivir una vez más, que el regocijo del don
recibido por puro amor se anuncia con amor. En consecuencia, todo se reduce al
amor de amar amor. Ya lo sabíamos, ahora bien conjuguémoslo y hagámoslo
realidad. Dicho queda.