Moralizar las relaciones de convivencia
Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
A veces cuesta creer que seamos más destructores que
constructores y que, en lugar de
descubrir verdades, avivemos conductas de mentira permanente, en
contradicción con nuestro propio
espíritu humano. Decimos que queremos la paz y fabricamos más armas que nunca. Nos falta ética con nosotros mismos.
Los efectos del horror e inhumanidad ahí están, cada día somos más peligrosos,
más demoledores, hasta el punto que parecemos aliados con la muerte. Con
urgencia deberíamos recapacitar, hacer plegaria muda, armonizarnos, sentirnos
parte de nuestro análogo, pues tan importante como el alimento, es el aliento;
y, tan necesario como el pan de cada día, es la paz de cada amanecer. Resulta
indignante que después de tantos protocolos y convenciones de paz, cada vez sea
más largo el número de mártires a los que se les ha destruido su propia
existencia. Ahí está el Día de Conmemoración de todas las víctimas de la guerra
química (29 de abril), ya no solo como un propósito de recuerdo, también como
un deseo firme de hacer desaparecer cualquier tipo de armas de destrucción
masiva sobre la faz de la tierra. Hagámoslo realidad de una vez y para siempre.
El uso de sustancias químicas o bacteriológicas en las
acciones bélicas es una regresión respecto a las garantías y las protecciones
jurídicas que todos nos merecemos. La condena moral no implica indulgencia
alguna. Esto ocurre con los sembradores del terror que causan dolor,
devastación y muerte. ¡Cuánta crueldad anida en algunos seres humanos!
Ciertamente hay mucha gente desorientada, sin humanidad, que todo lo desprecia, incluida su misma
especie a la que no tolera y odia sin reservas. Indudablemente, los terroristas
intentan modificar nuestra manera de ser, atizando miedo, incertidumbre,
división. De ahí que sea fundamental tomar otros hábitos, otras costumbres,
aceptando la verdad y la justicia en todas partes del mundo. Con razón el
verdadero instrumento de progreso de una civilización radica en el factor
estético, en su hacer armónico para estar en paz con nosotros mismos.
Moralizar las relaciones de convivencia da pie a entenderse,
a adquirir conciencia de la justicia, a educar en la igualdad y a
fraternizarse. Lo concordia siempre llega con el activo de los valores humanos,
vividos, compartidos y transmitidos por la ciudadanía y los pueblos. Cuando se
disgrega el tejido moral de un país todo se derrumba y debemos temer cualquier
cosa. Por otra parte, la memoria vigilante del pasado ha de estar presente en
nuestras actuaciones, debería ser una lección, que despertara el bien y la
bondad, el valor a la vida y el raciocinio como horizonte a conquistar. Para
esto se precisan hombres de Estado, ciudadanos del mundo, dispuestos a dar lo
mejor de sí, pues la verdadera civilización no está en la pujanza, sino que es
fruto de la victoria sobre nuestra autenticidad, donde el equilibrio mental, el
juicio recto, el valor moral, la resistencia, la audacia, nos hace tan fuertes
y, a la vez, tan sencillos como el polvo
del camino.
No olvidemos que la grandeza de un ser humano guarda
relación directa al testimonio de su fuerza moral. Hasta que todos los países
se conciencien que las armas no son la solución para el acuerdo y que se deben
reservar para el último lugar, donde y cuando los otros medios no basten. Aún
tenemos en la retina de nuestros ojos aquellas terribles imágenes de las
víctimas de armas químicas de Sirias, atormentándonos a todos, lo que debe
hacernos meditar cuando menos para no volver a menospreciar ninguna vida humana.
Si una de las condiciones esenciales para convivir es el desarme, para vivir
unidos es la cooperación para que el planeta, en su conjunto, pueda llegar a
pactar un nivel mínimo de armamento, compatible con sus exigencias de seguridad
y defensa. Al fin y al cabo, vivir en contradicción es un sin vivir, porque
hasta la misma esperanza, bajo esta atmósfera, se convierte en algo quimérico.
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