Las lecciones de la vida
Es una lástima que el ser humano aún no haya aprendido de
los errores del pasado y continúe empeñado en sembrar desasosiego, en lugar de
propiciar el encuentro, y desterrar las tensiones de todo camino a nuestro
alcance. Váyanse de la faz de la tierra, el aluvión de provocaciones vengativas
que lo único que nos llevan es a enfrentarnos como salvajes. Abramos canales de
comunicación y no acosemos a los defensores de los derechos humanos. Pongamos
imaginación y establezcamos puentes de unión y unidad por todo el planeta.
Quitemos los muros de la hipocresía. Ciertamente, jamás fue fácil el
aprendizaje de lo auténtico; sin embargo, ahí está también en las lecciones de
la vida, como Santa Teresa de Jesús invitaba a sus monjas a “andar alegres
sirviendo”.
Lo sabemos, aunque quisiéramos ignorarlo, al final siempre
resplandece lo verídico, es más fuerte que todo lo demás. Deberíamos asimilarlo
y optar por caminos que nos alienten a vivir, y a dejar vivir; a amar, y a
dejarnos amar. Sólo así podemos llenarnos de sabiduría y aprender a tomar otras
sendas menos poderosas y más de donación a todas las gentes, aunque piensen
diferentes a nosotros. Para ello, cultivemos el respeto, el diálogo entre
nosotros con las propias faltas cometidas, porque todo esto nos enseña, cuando
menos para mejorar nuestras actitudes de soberbia, endiosamiento y orgullo.
Ojalá, todos los líderes actuales, descubrieran sus deslices y rectificasen a
tiempo. Seguramente, entonces, en vez de activar políticas destinadas a
reprimir el desacuerdo político, optarían por servir de otra manera a la
ciudadanía, al menos escuchándonos todos de manera libre, y no infundiendo
temor en la población para frenar sus voces y manifestaciones.
No perdamos, en consecuencia, la memoria de otras realidades
surcadas. Está bien vivir el momento, pero sin obviar lo transitado. Nuestra
existencia es legendaria y, en cada biografía, hay un camino de sorpresas que
hemos de releer conjuntamente para no caer en esas maldades pretéritas. Para
empezar, entre todos tenemos que corregirnos, pues nuestra historia no nace y
termina con nosotros, se perpetúa y, precisamente, la grandeza nuestra reside
en esa capacidad de enmendarnos. Está visto que somos un eslabón de esa cadena
de vida, que requiere la fuerza de toda la humanidad y el amor de todas las
generaciones. Sin amor nada es. Por eso, necesitamos sentirnos acompañados y
acompasados, en esa reconstrucción viviente, que nos demanda abrir caminos de
justicia permanente. Es tan fuerte el dolor que nos inunda. Son tantos los
sembradores del terror. Que a veces nos quedamos sin aliento. Continúan además
creciendo las víctimas de desapariciones impuestas.
Sea como fuere, hemos llegado a un punto, que resulta
irrealizable enumerar al completo la extensa tonalidad de amenazas contra la
vida humana. Bajo esta concepción existencial, hasta la misma convivencia
social se deteriora profundamente. Nadie conoce a nadie y tampoco nadie
considera a nadie. ¿Hasta cuándo este clima de inhumanidad? Sin duda, ha
llegado el momento de que las sociedades y los Estados de todo el planeta,
fomenten ese espíritu de familia humana verdaderamente acogedora y solidaria.
Ya está bien de tanta exclusión y rechazo a todo lo que no sea productivo.
Desde luego, el repudio a cualquier existencia, por insignificante que pueda
parecernos, es algo intolerable.
Tras esta atmósfera de irritantes despropósitos, deberíamos
revisar nuestras propias andanzas, y ver la manera de salir de esta dramática
crisis humanitaria que soportamos por todo el orbe. Hoy más que nunca se
necesitan planes de acción conjuntos que nos humanicen y mejoren la vida sobre
toda vida. La cantinela de los bloqueos en algo tan natural, como el movimiento
en bienes y personas, nos suelen dejar sin palabras, y con mucha angustia en la
mirada. Puede parecer cansina esta reivindicación, pero nos falta entusiasmo
intergeneracional, sobre todo para promover la tolerancia, la cooperación y el
entendimiento para crear un entorno más habitable y más armónico.
Dicho lo cual, propongo, claro está si me lo permite el
lector, repensar más sobre las lecciones vividas, y ser menos fanáticos de
ideologías que, en cualquier caso, son siempre rígidas y absolutistas. En la
tierra lo que ahora nos falta son moradores conciliadores, que nos hagan
retornar al camino de la humildad, al del corazón, a la ruta de la belleza del
alma. Por el contrario, nos sobran
dirigentes políticos que ni ellos mismos se creen lo que dicen, hasta el punto
de hacer de lo blanco, negro; y de lo negro, blanco. Confiemos en una renovada
hornada de ciudadanos de mundo, que vivan esos horizontes de amplitud,
cobijando a todos. Me quedo, al fin, con la esperanza del Papa Francisco, al
gentío universitario: “Cuidado con creer que la Universidad es sólo estudiar
con la cabeza: ser universitario significa también salir, salir en servicio,
con los pobres sobre todo”. Este anhelo sí que me emociona, aparte de injértame
de savia, como que es la existencia misma tratando de defenderse de tanto
mezquino suelto, con poder en plaza y pedestal de ordeno y mando.
Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
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