EN CADA NIÑO NACE UN TROZO DE CIELO
“Con razón son el alma de la humanidad venidera, un
privilegio en el ocaso de nuestros andares y una gracia, pues toda grandeza se
inclina ante su angelical mirada”.
El mundo ha de pintarse de azul claro para cada niño, porque
ellos mismos son una porción celeste en camino, siempre en disposición de transmitir
vida como signo de continuidad humana. Con razón son el alma de la humanidad
venidera, un privilegio en el ocaso de nuestros andares y una gracia, pues toda
grandeza se inclina ante su angelical mirada. Naturalmente, es importante no
despedazar su ternura, no destruir la inocencia, pues cada cual tiene sus
propias maneras de ver, pensar y sentir. Nada hay más insensato, para una
especie pensante, que no pueda transcurrir una niñez serena, sombreándole un
mundo en negro, ofreciéndole una quema de etapas con doctrinas verdaderamente
mortecinas. A veces la irresponsabilidad de los adultos es tan cruel como
estúpida; no en vano, demasiados críos han llegado incluso a ser blanco de los
francotiradores, sus escuelas han sido demolidas conscientemente, e incluso se
han bombardeado hospitales infantiles.
Ante este afán destructor monstruoso; díganme: ¿cómo no
salir en su auxilio, realzando la voz, para una repulsa al unísono? Ya está
bien que a los chavales se les arrebaten sus derechos cada día. Vayamos a los
recientes datos, proporcionados por UNICEF: 262 millones de criaturas y jóvenes
no van a la escuela. 650 millones de niñas y mujeres se casaron antes de
cumplir 18 años. 5,4 millones de niños murieron antes de su quinto cumpleaños,
en su mayoría, por causas prevenibles. Ojalá fuésemos capaces de construir un
orbe en el que cada ser en crecimiento estuviese a salvo de todo peligro, y
pudiese desarrollar su máximo potencial humano, tanto en valores como en
conocimientos. Son, indudablemente, el recurso más importante, la inversión más
provechosa, la esperanza nuestra en suma.
Sea como fuere, insisto, en cada niño nace un trozo de
cielo, ya que son el mejor amor, aquel que todo lo dulcifica con una sonrisa.
Lástima que su vida para algunos mayores valga apenas nada, siendo utilizada
por gentes sin escrúpulos, sirviéndose de su debilidad. Por si fuera poca la
desdicha, millones de jóvenes viven con miedo, están atrapados por la violencia
o se hallan inmersos en un ciclo de pobreza mundial de difícil salida. Por
consiguiente, hoy más que nunca requerimos acción, necesitamos un cambio a
nivel global, que garantice que toda esta fuerza de mancebos tengan acceso a
educación, aprendizaje, capacitación o empleo. No trunquemos su ardor ingenuo,
activemos la confluencia de ideas intergeneracionales, concibamos hogares de
paz y formemos familias armónicas, que las experiencias de la infancia tienen
repercusiones para el futuro. No olvidemos que las heridas concebidas por la
tensión entre progenitores, o la misma ruptura de los padres, causan atmósferas
de complicada reparación. Pensemos que lo que se les dé ahora que están
formándose, lo devolverán a la sociedad.
En cualquier caso, volviendo al azul del mar o del
firmamento, a la hora de moverse por la vida con ese vientecillo tibio del sol,
no cabe duda que son los ojos de un niño los que engrandecen los días. Por eso,
todo debe estar dispuesto para que se abra la puerta existencial, y pueda
entrar el aire de la niñez en familia; para que los pequeños lleguen a ser personas
de bien, seres con corazón, mensajeros de amor. Esto es lo fundamental, el
concienciar a los mayores de la importancia de trabajar día a día por su
bienestar y su justo desarrollo, algo primordial que ha de ser efectivo para
todos los niños, puesto que tienen derecho a la salud, la educación y la
protección, independientemente del lugar del mundo en el que hayan nacido. Sin
duda, son el colectivo más vulnerable y, en consecuencia, han de ser protegidos
(es un deber de los maduros) para no ser marcados por el sufrimiento.
Dicho lo cual, el recuerdo de millones de infantes a los que
se les ha arrebatado ese virginal trozo de cielo que llevan consigo, nos
invitan a emplearnos a fondo para que cesen los conflictos y las guerras, las
penurias y los comercios con inocentes, que eclipsan el respeto por la vida
humana. Consiguientemente, no formemos del paraíso de la infancia un mar de
fuego, un infierno oscurecido; máxime sabiendo que la única patria que
recordamos al fin de nuestro caminar, son nuestros primeros años de camino. Desde
luego, poder disfrutar de los recuerdos placenteros del joven que fui, es
volver a ser el niño que soy a pesar del tiempo transitado; es como vivir dos
veces y alargar la vida. Naturalmente, que vale la pena no quemar etapas, ni
que nos las quemen.
Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
No hay comentarios:
Publicar un comentario