- En todas las guerras hay un afán destructivo total
Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
El ser humano no puede mutilar su propia naturaleza, el
hábitat en el que vive. A veces nos exponemos a tantos venenos vertidos por la
misma especie que cuesta asimilarlo. Ahí están las miles de personas que
resultaron envenenadas a causa de desechos de mercurio arrojados en las aguas
por una compañía química japonesa en la mitad del siglo pasado. Lo mismo sucede
con los efectos de las guerras actuales,
que solemos contar sus víctimas en términos de personas, obviando casi
siempre la destrucción de nuestro propio
medio ambiente. Cuántas veces a causa de los pozos del agua contaminados, de
los cultivos quemados, de los suelos dañados, motivados por las inútiles
pugnas, degradamos nuestros específicos recursos naturales. Deberíamos
recapacitar sobre esto. Naciones Unidas nos insta a ello, a través de la
conmemoración del día internacional para la prevención de la explotación del
medio ambiente en la guerra y los conflictos armados (6 de noviembre); no en
vano, un alto porcentaje de las luchas han tenido alguna relación con la
expoliación de los recursos naturales.
Indudablemente, en todas las batallas hay un afán
destructivo total, tanto del espíritu de la persona como de su propio hábitat.
Nada importa la especie, y con ello, se desvirtúa al propio género humano. En
la actualidad, multitud de grupos armados y redes delictivas dañan el planeta
con una desbordada cantidad de actividades ilícitas. Son auténticos asesinos de
la vida, de aquello que da sentido a nuestra propia existencia, comerciando
como ratas sin escrúpulos por la impureza del aire. No entienden que la vida es
para vivirla, no para destruirla o derrocharla. La necedad les puede. Es tan
fuerte el odio, y en otras ocasiones la avaricia, que todo lo contaminan con
sus absurdas hazañas o todo lo llevan para sí. Están dispuestos a todo. Carecen
de humanidad y tiene la vista puesta en que todos valemos nada. Por
consiguiente, propagan la pobreza, lastran las oportunidades de la gente y
socavan sueños que no les pertenecen.
En vista de estas miserables actuaciones, por cierto cada
día más extendidas y globalizadas, puesto que tanto en tiempos de paz como de
guerra, el medio ambiente continua importando más bien poco, a pesar de tanto
ecologista, de boquilla más bien, puesto que es la propia especie, en su
globalidad, la que tiene que comprometerse con una gestión verdaderamente
sostenible de los recursos naturales. Naturalmente, hay que actuar antes de que
nos gane la pasividad la batalla más necia. No podemos quedarnos en la letra,
esa ya la sabemos, tenemos que avanzar con otro espíritu, con otras inquietudes,
y hacerlo a corazón abierto, sabedores de que la naturaleza nos sustenta como
linaje. Por otra parte, uno de los efectos más devastadores del hábitat es el
desplazamiento masivo de las personas que huyen de la violencia y la
inseguridad, en definitiva de las reyertas, lo que origina una excesiva
explotación de los propios recursos naturales. Ciertamente, vivimos en un
tiempo difícil, para empezar hemos aprendido a dominar el hábitat a nuestro
antojo o capricho, sin antes aprender a dominarnos a nosotros mismos, nuestra
propia furia destructiva.
A propósito, el gran escritor francés, Albert Camus, siempre
decía que "el gran Cartago lideró tres guerras: después de la primera
seguía teniendo poder; después de la segunda seguía siendo habitable; después
de la tercera ya no se encuentra en el mapa". Sin duda, no le faltaba
razón. Vamos camino de la extinción. Por cierto, a mi me cuesta entender ese
creciente número de desplazados forzosos en todo el mundo, lo que nos evoca la
incapacidad de los gobiernos y, hasta de la misma comunidad internacional, por
poner orden y superar divisiones, prevenir y poner fin a los bretes, a las
combates baldíos. Sabemos que las operaciones de mantenimiento de la paz son
cada día más complejas, porque son entornos operacionales inseguros y en
contextos políticos inestables, pero es
fundamental intervenir de manera fulminante, no sólo para salvar vidas humanas,
sino también por cuestiones ecológicas, evitando de este modo que los problemas
ambientales sigan creciendo.
Detrás del sufrimiento humano por las pugnas, rivalidades y
cruzadas egoístas, también suele cohabitar el sufrimiento devastador del medio
ambiente. A mi manera de ver, es muy importante hacer los esfuerzos necesarios
para limitar la destrucción ambiental por parte de todas las partes en acción.
No olvidemos que es deber de toda la ciudadanía, de cada persona en particular,
organización y gobierno, contribuir a preservar las riquezas del planeta para
las generaciones próximas. Las nuevas
descendencias, por tanto, han de huir de las guerras, han de decir ¡no! a las
guerras con total rotundidad, puesto que a todos nos perjudica, hasta el punto
que vuelve bestia al triunfador y vengativo al subyugado. Son tan estúpidas
estas controversias, y sobre todo tan inútiles, que yo estoy seguro que
terminarían si los fallecidos pudiesen regresar. Por eso, nunca existió una
buena guerra, son todas crueles, nefastas, demoledoras; de ahí, que la única
manera de vencerlas, no es otra, que evitarlas.
Nunca los humanos han necesitado tanto activar la voluntad
del cambio como en el momento presente, y desde luego, dicha voluntad ha de
estar motivada por el conocimiento y la conciencia comprensiva. Si los informes
muestran que el calentamiento planetario es ya un fenómeno global causado por
los humanos, ya que el consenso científico sobre el origen humano del cambio
climático es casi absoluto, y las guerras son mantos de fuego destructor de
vida, mientras que los mercaderes de armas hacen fiesta, hemos de hacer algo
antes de que sea demasiado tarde. No podemos ser indiferentes a los conflictos
que siguen ensangrentado el planeta. Es hora, insisto, de actuaciones. Empezar,
sin dilación, por prevenirnos de la explotación del medio ambiente en la guerra
y en los conflictos armados, me parece un buen comienzo. Por desgracia, y a
pesar de tantos avances, todos los días encontramos una buena ración de
salvajismo, de disputas irracionales y usureras, en los diarios de todo el
mundo.
Efectivamente, no podemos acostumbrarnos a convivir con las guerras.
Si el espíritu guerrillero se apodera del alma humana, apaga y vámonos. No
entiendo que celebremos tantos actos para conmemorar onomásticas y centenarios
de contiendas, cuando hoy pasa lo mismo, hay pequeñas batallas por doquier
lugar. Esta es la realidad. Lamentablemente, continua la pugna de unos contra
otros. Las consecuencias de las guerras ahí están, por una parte, niños y
mujeres hambrientos, campos de exterminio con vidas humanas, naturaleza al fin
muerta, y por la otra, los grandes festejos y la buena vida que se dan los
productores de armas. Pero, ¿qué hacemos nosotros por cambiar esto? Ya sabemos
que lo incivil no deja piedra sobre piedra, es una salida cobarde a los
problemas y lo ha sido desde siempre, y por siempre una derrota de la ciudadanía
en su conjunto. Perdemos todos, pierde el planeta. Que lo reflexionemos cuando
menos.