Las graves tragedias del mundo actual
Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
Son tan profundas las tragedias del mundo presente que deberíamos hacer algo por
aminorar el aluvión de sufrimientos. Ciento treinta millones de personas, en
cuarenta países, necesitan hoy asistencia para sobrevivir. Ante esta dura
realidad, convendría que nos preguntáramos: ¿y esto por qué sucede? Pues, por
lo mismo de siempre, no puedes esperar construir un planeta más habitable sin
mejorar la convivencia de las personas. Vale la pena defender una ciudadanía en
valores y censurar a los destructores de vidas, sean del reino que sean. El día
que el mundo coexista de la mano de los que lo embellecen, seguramente
dejaremos tantas inútiles conquistas y trazaremos otros modos de vivir y otras
maneras de ser. Para desgracia nuestra,
los que nos gobiernan suelen ser una generación de endiosados, más
insensibles que las piedras, ya que tampoco suelen escuchar los gritos y
sollozos de una buena parte de la ciudadanía, excluida de toda existencia como
si fuese un mero producto de desecho. Lo malo de todo este volcán de
conflictos, es que cada día aumentan los moradores hambrientos de esperanza,
dignidad y sosiego. No es de recibo que nuestra propia especie obligue a su
mismo linaje a vivir en condiciones inhumanas, a perpetuarse entre bombas o a
subsistir entre discriminaciones.
Está visto que el mundo requiere menos armas y más alma, más
ética y menos injusticias. No se puede dar pan por el día y por la noche
golpear corazones. Considero, por tanto,
un acto de buen hacer que la comunidad internacional apoye las
conversaciones de paz para construir gobiernos de proyección universal; pero,
aún sería mejor, acciones encaminadas a compartir, a dar a cada cual lo preciso
para poder realizarse como ser humano. Me parece justo luchar por la
ecuanimidad, ser conciliadores, porque al fin todos hemos de reconciliarnos
hasta con nuestro propio caminar. Bajo este contexto, también el número de
desplazados y refugiados por la violencia en Centroamérica ha aumentado en los
últimos años a niveles solamente comparables con la década de los ochenta, en
que la región fue azotada por conflictos armados, tal y como reconoce la
Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR). Realmente, es tan
fuerte la magnitud del problema, que la intimidación y la persecución de grupos
criminales, proveídos de todo tipo de artefactos, se han convertido, junto con
la pobreza y el desempleo, en las causas principales de los flujos de
refugiados y migrantes procedentes de El Salvador, Guatemala y Honduras.
Por otra parte, agregado a esta atmósfera de terror y
fanatismo, deberíamos adquirir otros hábitos de consumo que pensasen más en
nuestros análogos desperdigados por todo el planeta. Pongamos por caso, los
alimentos que se desperdician en América Latina, que podrían alimentar a
trescientos millones de almas de otras latitudes. Deberíamos pensar más en
esto, porque es la vida compartida con los que nada tienen lo que
verdaderamente nos transforma, ayudándonos a redescubrir y vivir esta dimensión
de la solidaridad, la fraternidad, la ayuda y el apoyo mutuo. No me cansaré de
repetirlo. Nada somos por sí mismos. De ahí la importancia de la compasión
frente a tantas tragedias que podríamos solventar, si avivásemos otro ambiente
más armónico en todo el mundo. Ya está bien de sembrar tanta crueldad unos
contra otros, de injertar tanto rencor por cualquier esquina del camino, en
lugar de mejorar y desarrollar las riquezas del mundo sensible, de buscar la
verdad y practicar la bondad, que es lo que ciertamente nos realza como
ciudadanos del mundo.
Sin duda, el foco de la humanidad tiene que abrazar sobre
todo a las poblaciones más vulnerables. Precisamente, la propuesta de observar
el Día Mundial de la Población (11 de julio), cuestión que partió del Consejo
de Administración del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo en
1989, nace como deseo de injertar expectativas, asignando la máxima prioridad a
las personas. No olvidemos que la ilusión germina de nuestra propio proceder, es
la vida misma resguardándose de nuestras viles hazañas, que son muchas, y
siempre tormentosas para todos. Al fin y al cabo, el ser desamparado no tiene
otra medicina que el anhelo del cambio. Y con él, sueña hasta despierto cada
amanecer. No trunquemos sus alas.
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