Constatación de malas prácticas
Nos hemos acostumbrado a ver como normal el aluvión de malas
prácticas, menospreciando actitudes honestas y favoreciendo las reglas de la
selva, o sea, la del enriquecimiento a cualquier precio, con la consabida
irresponsabilidad manifiesta, en la medida en que las desigualdades se
acrecientan y la mentira se desparrama por doquier y se vende como progreso
social. Por lo pronto, me niego a ser un mero objeto de consumo, pero también
reniego de que los poderosos me consideren una mercancía de compraventa, sin
apenas derecho alguno. Desde luego, el mayor tormento, la iniquidad más
considerable es, precisamente, esa nefasta distribución de unos bienes y
servicios mundializados, destinados originariamente a todos. Hay un sector que
se lo sabe todo para el engaño. Sin duda, nos falta seriedad para los tiempos
recientes, y en lugar de sentirnos dominadores, debiéramos ser más servidores
con una viva conciencia reconciliadora, capaz de conciliar las muchas
diversidades: individuo y sociedad, familia y persona, o mujer y varón.
Son malas prácticas humanas pensar que la economía lo
resuelve todo. Don dinero es poderoso, pero mezquino. Este tipo de desarrollo
amoral también nos deja sin alma. De ahí, la necesidad de cosechar otro tipo de
acciones más cooperantes hacia un bien colectivo, para mejorar toda vida
humana, que es lo evidentemente significativo. Ojalá se aliente un cambio
social más espiritual que productivo, más solidario que individualista, para
que todos podamos sentirnos hermanados. Sea como fuere, necesitamos adoptar una
actitud más colaboradora y vinculante en proyectos conjuntos, despojada de toda
ideología que es la que ahonda las divisiones, las enemistades y la represión
permanente. Indudablemente, urge otro aire por parte de todos más abierto a lo
auténtico que busque construir y no destruir, unir y no fragmentar. Ahora bien,
no basta con entregar migajas, hacen falta agentes activos que promuevan
persistentemente valores que beneficien verdaderamente a toda la humanidad, sin
exclusión alguna. No se nos pueden olvidar valores tan sublimes como la
dignificación del ser humano. Pues no retrocedamos.
Ciertamente, la cultura de nuestro tiempo habla mucho de
solidaridad, pero a menudo da la impresión que el egoísmo nos puede, empezando
por los propios gobernantes, que muchos suelen anteponer su éxito personal o
partidista, a su responsabilidad social. Seamos garantes de los derechos
humanos. De lo contrario, corremos un
gran riesgo de desaparecer como linaje. Nos conciernen a todos nosotros cada
día. La ciudadanía que compartimos, bajo esa bandera de la mundialización
globalizada, nos exige enraizarnos en estos valores universales. Tenemos que
hacernos próximos al prójimo, y para ello: la equidad, la justicia y la
libertad, es lo que realmente nos armoniza. No hay otro horizonte que abrazar,
pues todas las personas tienen el mismo valor e idéntica decencia. Será la
mejor práctica humana, la de salvaguardarnos en esa comunión de latidos
participados.
Por desgracia, también ha habido malas prácticas a la hora
de avivar los vínculos responsables que nos fraternizan, lo que ha contribuido
a la quiebra de la familia como experiencia de comunión (de donarse y
perdonarse), muchas veces al omitir prestar asistencia a los padres y
representantes legales para el desempeño de sus compromisos de crianza para el
interés superior del niño, otras veces por la indiferencia protectora del
propio Estado y sus Instituciones, e igualmente, por la falta de política
familiar en el fomento de la educación y el bienestar de sus miembros de muchos
gobiernos del mundo; lo que ha dificultado crecer como familia, o si quieren,
como sociedades inclusivas. Por tanto, una saludable pericia a potenciar por
todo el planetario es la actitud de servicio, por el solo quehacer de entregarse
y de asistir, sin hacer ostentación y ensancharse. Será una buena manera de
sanar la envidia, el antagonista de los más privilegiados.
Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
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